No sé si será el descanso, pero he descubierto que siempre regreso optimista de las vacaciones. El motivo, esta vez, fue ver cómo los compatriotas hacían suyo Chile, cómo lo gozaban, cómo se les hinchaba el pecho de orgullo; algo que está en las antípodas al humor de Viña. Esto, pensé, nos augura un país mejor, aunque tenga costos para quienes monopolizábamos lo que ahora comienza a estar al alcance de todos.
Estuve en el sur. Me bastó asomarme a la carretera para notar que estaba colmada de vehículos modestos repletos de pasajeros y casi siempre con este nuevo integrante de la familia chilena: la mascota. Si es cuestión de ver la gente que llenaba las estaciones de servicio para darse cuenta de la revolución demográfica. Encontrar las figuras rubias, esbeltas y con dockers , esas que dominaban hace una década, era como hallar una aguja en un pajar. La mayoría eran morenos, bajos, algo entrados en carnes, con shorts y camisetas de la U o del Colo-Colo, que salían de los baños con la cabeza mojada para combatir el calor antes de reingresar a sus vehículos, no sin antes dar de beber a la mascota y tirar la basura en depósitos siempre repletos. Digamos que con las carreteras concesionadas pasó lo mismo que con el Metro de Santiago: se democratizaron.
Cada ciudad, pueblo o paraje que visité estaba invadido por el mismo tipo de chilenos con que me había encontrado en la carretera. Era conmovedora su emoción ante la belleza de los parajes, el precio del salmón y del cordero, la magnificencia de Valdivia, el küchen de murtilla, los alerces, coihues y copihues, las ferias tradicionales, los volcanes, las aguas calmas y cálidas de lagos y ríos. Se los veía en grupos, muchas veces tomados de la mano, como para no caerse ante el asombro. Estaban viendo con sus propios ojos de lo que les habían hablado en la escuela, o que solo habían visto por televisión, y como en un rito, asumían sorprendidos que todo esto era también de su propiedad, y que gozar de ello era un derecho que emana de su simple condición de chilenos.
Un día al atardecer me dirigí a un paraje del Río Bueno que solo es visitado por los lugareños y conocedores. Vi a la distancia un bote de goma con dos inexpertos pescadores. Esto no es inusual. Caminando por la ribera me hallé frente a un grupo de mujeres y por lo menos cinco chiquillos, las familias de los del bote. A pocos metros, un antiguo vehículo 4x4 con un carro de arrastre, sin el cual no habrían podido llegar a este lugar de difícil acceso. Les saludé al pasar. Luego de responder mi saludo, una de ellas me preguntó inesperadamente "¿usted, de dónde viene?". Me vi sorprendido y dije lo primero que se me ocurrió: "De Puerto Nuevo" -el lugar de donde venía-. "¿Y ustedes?", le retruqué. Se produjo un breve silencio, la mujer miró de reojo al resto del grupo, y con una actitud que transmitía algo de complaciente superioridad, me respondió: "De Santiago, pero esta noche nos regresamos. Es la primera vez que venimos al sur. Estamos maravillados. Pero nos quedó mucho por conocer. Desde mañana mismo empezaremos a ahorrar plata para volver el año próximo. Y de ahí, ¡al norte!".
Fue ahí cuando pensé que quizás dejen alguna basura, o que a lo mejor cortaron ramas para hacer fuego. Es probable también que el año próximo no sea un vehículo, sino varios, los que bajen a la ribera del río, y que esto contamine más sus aguas. Admito además lo molesto que es para gente como uno perder el privilegio de disponer de tanta belleza solo para uno. Pero esto qué importa. Que estén aquí en el Río Bueno nos vuelve un país donde el cariño y orgullo por su naturaleza, su cultura y su historia están más asentados y extendidos. Lo que es bueno para todos.