Dos años cumple en el poder el Gobierno y el panorama económico es desalentador: el crecimiento ya ni siquiera alcanza al 2% anual, la inflación es de casi 5%, el déficit fiscal excede el 3% del PIB. Solo en un desempleo moderado y estable encuentran las autoridades algo de qué congratularse, pero -paradójicamente- es precisamente ese logro el que es amenazado por la reforma laboral en trámite. Los bajísimos niveles de aprobación del Gobierno según las encuestas sugieren que la ciudadanía -con razón- atribuye a este buena parte de la responsabilidad.
Es cierto que últimamente la economía mundial -y en especial el cobre- ha experimentado un vuelco desfavorable. Pero también hay factores muy positivos, como la caída del petróleo y los bajos intereses. De hecho, es revelador que el desempeño de Chile previsto para este año, aunque mejor que el descalabro brasileño, sea el peor de la Alianza del Pacífico, que antes nos enorgullecía liderar.
Incurriendo en garrafales errores técnicos, el programa de gobierno, en lugar de cautelar y fomentar el crecimiento económico, lo dio por seguro y no reparó en el daño que ocasionaría el sobrecargar a las personas y a las empresas de pesados impuestos y regulaciones. Si bajo condiciones mundiales propicias ello ya era desacertado, insistir en esa estrategia una vez advertido el deterioro externo parece una insensatez.
Con el cambio de gabinete de mayo pasado se dieron señales auspiciosas. Fue diferido el inquietante cambio constitucional, se moderó el gasto público -el modesto ajuste ahora anunciado confirma ese predicamento- y se atenuaron algunas propuestas sectoriales dañinas. Pero es en la reforma laboral donde había que probar qué tan convincente podía ser la nueva estrategia de "realismo sin renuncia".
Desgraciadamente, la fórmula por la que ha optado el Gobierno insiste en otorgar a los sindicatos el monopolio del derecho a la negociación colectiva y a la huelga (prohibiéndoselo a los trabajadores no sindicalizados) y puede conducir a la paralización total de las empresas durante las huelgas (ya que serían inoperantes las "adecuaciones de turnos y horarios" de trabajadores no adheridos que admite). Asimismo, se excluye -salvo con la venia de los sindicatos- a los trabajadores no sindicalizados de reajustes y otros beneficios negociados colectivamente, como si no fuera su productividad la que en definitiva amerita tales mejorías. Y, por último, obliga a los empleadores -incluidas las pymes- a negociar con poderosos sindicatos interempresas, bajo ciertos requisitos. No es sorprendente que esta anacrónica reforma encuentre en la CUT -liderada por el Partido Comunista- su principal apoyo, pero cuesta entender que sea promovida por un gobierno que requiere urgentemente superar el abatimiento de las expectativas, reanimar el crecimiento económico y mantener la cesantía a raya.