El encuentro entre el Santo Padre y el Patriarca ortodoxo de Moscú vino a ser una aproximación entre dos autoridades que se tenían recelo, a pesar -o a causa- de la proximidad en la fe y en la herencia, separadas por pocas pero duras razones teológicas. Hay otras también. La Iglesia ortodoxa, al revés del cristianismo occidental -católico o protestante-, no posee como parte de su herencia una misión pastoral, de guía a los feligreses no solo en lo religioso, sino que en la moral pública y privada que se deduce de la fe. Desde Bizancio la ortodoxia ha sido sostén de sistemas políticos; en Rusia lo fue del zarismo, del nacionalismo zarista, del nacionalismo soviético de Stalin a Brezhnev, y ahora del nacionalismo neo-zarista de Putin sin la gracia original. Del seno de esta Iglesia no surgió por lo mismo ninguna disidencia.
Que Roma se acerque a la ortodoxia debe ser bienvenido en un mundo donde el cristianismo está a la defensiva y se le extermina en algunas porciones de la tierra. Sin embargo, uno reacciona con cierta perplejidad ante las palabras de Su Santidad en Cuba, de saludo "al gran pueblo cubano y a su presidente Raúl Castro". Al darle nombre tuvo un sabor de homenaje y de encomio a algo más que facilitar el encuentro (¿por qué no en México?), sino que de legitimación del régimen de los Castro, al considerarlo como dueño de Cuba, que en efecto lo es. En una circunstancia en algunos sentidos comparable, cuando Juan Pablo II vino a Chile saludó a "los chilenos dentro del país y a los que están fuera de él", en alusión al exilio; había muchos fuera del país, pero a esas alturas, abril de 1987, pocos tenían prohibición de reingreso. Con todo, era un gran símbolo.
El episodio me recordó al gran escritor cubano Guillermo Cabrera Infante cuando se lamentaba en 1983 de que el exiliado cubano viene a ser el "hombre invisible", pues nadie podía hablar de él. Es cierto que a la Iglesia no le corresponde dar un aliento para derribar o sostener a tal o cual tipo de gobierno; no ha sido así en la historia. La adhesión explícita a la democracia es un capítulo relativamente reciente en la historia de los 2 mil años de la Iglesia. De ahí a legitimar a un régimen marxista -o lo que queda de él, pues algo ha cambiado-, hay un salto abismal. Por muchas razones sabemos que no era la intención de Su Santidad, quien desea que la Iglesia crezca en ascendiente en ese pueblo insular que desde antes de la revolución ya tenía un significado superior para el continente al número de sus habitantes.
En el mismo sentido, en EE.UU. ha habido críticas a Obama por el próximo viaje a Cuba. Desde la Segunda Guerra Mundial el tema de la democracia adquirió importancia en las relaciones interamericanas y Washington tenía que explicar por qué en nombre del mundo libre se aliaba a dictadores. Entonces, por asunto de formas, nunca un presidente norteamericano efectuó una visita a un país de la región gobernada por un dictador, aunque a veces se les recibiera en Washington. Esa suerte de elegancia se echaría por la borda con la gira de Obama y se daría una legitimidad al castrismo, que hizo del antinorteamericanismo ("antiimperialismo") su razón de ser.
Lo veo de otra manera. El llamado antiimperialismo -un alma de América Latina, pero nunca su totalidad ni mucho menos- ha sido una fuente tan fundamental al castrismo que con el acercamiento, por las razones que fuesen en ambas partes, hiere de muerte la legitimidad básica del régimen erigido por estos hermanos surgidos de una de las élites cubanas del siglo XX. La razón histórica, que tanto le es cara al mayor de los Castro, de que el futuro se parecería a lo que él apuntaba como meta, culmina por evaporarse.