Alma es + ofrece una narración escrita con buenas intenciones, pero que pierde su rumbo y termina desorientada. La voz de su narradora, Alma Soto Reyes, impresiona al lector desde sus primeras palabras. Tiene veinte años y confiesa que desde hace mucho tiempo ha vivido siempre con miedo. El propósito inmediato de su discurso es, pues, como ella misma declara, exponer al lector las razones de su precariedad existencial: "Tengo que contar la historia desde un comienzo para que puedan comprenderlo todo". Asumimos que su texto será, entonces, confesional y justificatorio; nosotros, sus lectores, deberemos acomodar consecuentemente nuestra mirada para leer un relato de expiación, para enterarnos de las consecuencias de una falta cometida antes de la redacción del texto. Pero, además, la historia que Alma promete cautiva la atención desde las primeras páginas de la novela debido a la naturaleza del estilo utilizado por su narradora y por la fisonomía que adjudica al destinatario del discurso. Sus palabras reflejan las características más sobresalientes del habla cotidiana de la juventud chilena de hoy. Es un lenguaje donde el desenfado y la espontaneidad lingüística revelan la honestidad radical del hablante, pero también conducen alternativamente a la sarcástica ironía y a una agresiva coprolalia. Alma escribe con la franqueza de su juventud, como si mantuviera una conversación oral con destinatarios afines a ella: "Estamos en el 2015. O sea, hello...", lo cual otorga a su estilo un dominante sello de familiaridad cotidiana. Para referirse a un desconcierto momentáneo escribe: "De todos modos no escuché nada. El mundo se puso en mute por aproximadamente cinco minutos...", o para describir sus temores interiores: "Poner mute a una y mil sensaciones". Esta misma familiaridad se manifiesta también en las trampas que el texto jocosamente coloca a nuestro paso: "Mamá es abogada y papá es doctor, y yo soy rubia y de ojos azules. Ya. Mentira". Pero además, y por razones que Alma no pretende silenciar, el lector también descubre que esta narradora veinteañera no relata su historia a cualquier persona. Su destinatario posee una identidad nacional y generacional definida: está interesada en hablar solo a chilenos jóvenes. Por lo mismo, a sus posibles lectores extranjeros les explica, por ejemplo, que "cuea" significa tener buena suerte.
Sin duda alguna, lo mejor de la novela de Daniel Acuña es su programación. Sus momentos iniciales han sido construidos con meticulosidad para diseñar la fisonomía de una narradora convincente que no enfada con su procacidad lingüística debido a la simpatía con que capta la atención del lector y lo prepara para el relato que sigue. Alma es una muchacha marcada por un error cometido en su pubertad cuyas consecuencias justifican la actitud de agresivo sarcasmo que domina la mayor parte de la narración de su vida.
Pero hasta ahí creo que llegan los méritos de la novela. Un relato que en sus comienzos prometía ofrecer una interpretación novedosa y franca de un problema social de envergadura, se desdibuja a poco camino y se convierte en un melodrama acaramelado de escaso poder de persuasión, tal y como sucede en los culebrones que las estaciones televisivas nacionales muestran con machacona insistencia. Alma se las ingenia malévolamente para encontrarse con Leo, el hijo del causante de sus males. Al parecer, su propósito es castigar en él la precaria condición de vida en que la ha dejado el padre. Pero el destino tiene sus propios planes en los folletines románticos. Leo es el heredero de la fortuna de su padre, fallecido tiempo atrás, lo que le permite afrontar los gastos que exige la salud de Alma y también convertirse en el redentor de sus afectos. El amor triunfa sobre la venganza.
Daniel Acuña sabe construir historias y posee buenas cualidades de narrador. La caracterización de la voz de Alma es un acierto, así como la construcción de algunas situaciones y personajes, Anastasia, entre ellos. En otra novela quizás las aproveche mejor.