Sorprende el grado de desafección y vandalismo que sufre la metrópolis chilena. Es como si la ciudad fuese una imposición ajena y lo público -entendido como común, colectivo- inexistente. No recuerdo en mis viajes centros históricos tan ferozmente maltratados como los de Santiago o Valparaíso. Pero qué duda cabe hoy de que el discurso de desprecio de lo público por décadas ha tenido nefastas consecuencias culturales. La legislación chilena es en parte responsable de la degradación y enajenación de nuestro paisaje urbano, pues al limitar el concepto a aquello que nuestro código civil llama "bien nacional de uso público", el problema queda reducido a una definición técnica que no corresponde a la real magnitud y complejidad de aquello que realmente constituye espacio público: un paisaje cargado de formas y significados. Calles, avenidas y plazas están configuradas por las edificaciones, monumentos y vegetación que los rodean y, en este sentido, la voluble legislación chilena ha permitido en las últimas décadas un grado de libertad tal que se traduce en innumerables incoherencias y contradicciones en la construcción de nuestro entorno. Peor aún, nuestra legislación apenas considera participación ciudadana vinculante en procesos de planificación y diseño urbano, cosa que en otras latitudes resulta hoy natural e imprescindible.
¿Qué explica el comportamiento incivilizado y destructivo de algunos conciudadanos? No pienso solo en el transeúnte, sino en el legislador, el alcalde, el Director de Obras, el secretario de planificación, el inversionista. Se trata de una actitud fundada en una dramática falta de identidad entre ciudadano y ciudad, en la imposibilidad de ejercer una mínima influencia en el diseño y carácter de su propio entorno, alienados todos por la desaparición de monumentos, barrios y atmósferas, so pretexto de una trágica definición de progreso que se encarna en nuevos edificios completamente fuera de escala y contexto, o derechamente mediocres, o en obras de infraestructura vial de enorme impacto, pero siempre impuestas verticalmente, nunca explicadas de antemano y jamás debatidas. Sin visiones de largo plazo, hemos construido ciudades de las que, aunque modernas, no hay mucho para enorgullecerse. En este sentido, el Estado tiene el urgente desafío de involucrar proactivamente a la ciudadanía en la administración y diseño de sus ciudades, para estimular un sentido de pertenencia, compromiso y orgullo cívico que es normal en todo el mundo pero aquí todavía no imaginamos posible. Como reza el antiguo dicho: "No es que la gente quiera a las ciudades porque son bellas; las ciudades son bellas cuando la gente las quiere."