En la campaña presidencial norteamericana de 1964 -la primera que seguí día a día-, cuando el republicano Barry Goldwater desafió al Presidente Johnson, se dijo que EE.UU. era el único país donde, como los pobres son minoría, se puede hacer demagogia a favor de los ricos. No reflejaba exactamente lo que transmitía Goldwater; este fue derrotado largamente en las urnas, pero echó a correr una bola de nieve que tendría un profundo impacto en la definición del paisaje político norteamericano desde la década de 1980 hasta el presente.
Recordaba la frase al mirar las victorias iniciales de Donald Trump y Bernie Sanders que han revolucionado el ambiente electoral norteamericano por razones diferentes, el último con la clásica diatriba contra los ricos. Los dos sin embargo convergen en crear un panorama de incertidumbre que no se refiere solo al resultado, sino que a la calidad de la política y al futuro del país que se pone en una balanza. Más por Trump, que no tiene empacho en aparecer como personaje de farándula -que también lo es-, sin mayor problema en ser provocador y espetar barbaridades que no mellan en un electorado que al menos en esta etapa se ha mostrado estable y consistente; supo hablar con demagogia propia de un agitador callejero ramplón y violencia verbal primitiva, un cowboy de la era de la pantalla (o del celular). En su discurso no hay nada que se aproxime a la deliberación o al razonamiento del lenguaje natural, para no hablar de mayores exigencias. Trump lo sabe y goza con ello.
Sanders es de otra madera. Más que populista, pertenece a una tradición de radicalismo de contestación social. Desciende -aunque no estoy seguro de que él lo entienda así- de dos figuras que encarnaron al socialismo norteamericano no revolucionario en el primer cuarto del siglo XX, Eugene Debs y Norman Thomas; el primero mal que mal obtuvo un 10% de los votos en 1912, cuando ganó Woodrow Wilson. Sanders promete el oro y el moro a través de lo que no puede ser otra cosa que una reforma tributaria (suena conocido), con un lenguaje pletórico en lindezas, aunque sin relacionarla con otros problemas ni con el costo de la misma. No se le puede negar su gracia y dignidad, y logró embrujar a un sector del país y tiene por las cuerdas a la pobre Hillary, repitiéndose quizás el escenario de 2008, cuando a su candidatura, que parecía invencible, le apareció el fenómeno Obama. Veremos.
El estilo de Trump corresponde con plenitud a lo más representativo del populismo, aunque no tenga el tema antioligárquico, salvo que se entienda por eso su crítica destemplada al establishment político, a veces más un fantasma que una realidad. Nosotros asociamos populismo a la izquierda, porque así lo ha sido en América Latina. En Chile el fenómeno tuvo menos pureza, por la fuerza de la izquierda marxista (a la inversa de Argentina, donde el populismo peronista debilitó al marxismo), aunque a veces quisiera levantar cabeza. En EE.UU. -y en la Europa actual- emerge en cambio un populismo que se podría llamar de derecha irracional, no sin antecedentes en su historia, desprovista de una propuesta con credibilidad. Trump no apela a "los ricos" -o a su estereotipo-, sino que más bien a un tipo de norteamericano popular, el redneck , que está alimentado por temores comprensibles que reciben aliento de respuestas simplistas que conducen a nada, o a cualquier temeridad. Si se enfrentase a Sanders, ambos tendrían oportunidad de ganar gracias a la masa de electores despavoridos en uno u otro lado que los escogerán como mal menor. Entre tanto se desdibuja Hillary, la única que se perfila como capaz de gobernar Washington con cierta destreza y personalidad.