Entre marzo y mayo de este año, la Cinemateca Nacional francesa le dedicará una completísima retrospectiva a Raúl Ruiz. La muestra exhibirá más de setenta películas -del largo centenar que filmó el cineasta chileno- e incluirá mesas redondas y una variada lista de actividades complementarias. Es todo un acontecimiento: una retrospectiva de dos meses en la Cinémathèque equivale a lo que sería para un artista visual contemporáneo una gran exposición en el Centro Pompidou, en el Grand Palais, o en cualquiera de los grandes museos "canónicos" de Occidente. Porque de eso se trata: Francia "canoniza" a Ruiz -o termina de canonizarlo, si atendemos a la dilatada trayectoria del cineasta en tierras francesas y europeas- como el último de los grandes surrealistas o, al menos, el último de los grandes cineastas de eso que los franceses encarecen por sobre todo: el "cine de autor".
En Chile, por otra parte, aparecerá este año El espíritu de la escalera , que es no solo la última novela de Ruiz, sino directamente lo último que escribió. Es significativo que el último trabajo de Raúl Ruiz haya sido una novela y no un guión o una película. Primero, porque Ruiz fue, también, un novelista. En su bibliografía encontramos novelas como Á la poursuite de l´île au trésor (En busca de la isla del tesoro) y Tutte le nuvole sono orlogi (Todas las nubes son relojes), firmada por el japonés Eiro Waga, en un ejercicio de heteronomía muy propio de Ruiz -de la que existe, eso sí, una versión cinematográfica, el cortometraje "Tous les nuages sont des horloges", firmado y filmado por "el propio" Ruiz-, y El transpatagónico , ficción narrativa escrita con Benoît Peeters. Pero la dimensión literaria de la obra de Ruiz va mucho más allá del hecho de que haya escrito y no solo filmado. Y es que Ruiz es probablemente el más literario de los cineastas contemporáneos, en una línea que va desde Buñuel hasta cineastas más jóvenes, como Nanni Moretti o el iraní Abbas Kiarostami. La dimensión de la lengua en las películas de Ruiz es tan importante como la de la imagen, son profundamente dialógicas: es lo que los personajes "dicen" o "se dicen" lo que determina aquello que "hacen". No son películas de "acción" -con principio, medio y fin-, sino de una dilatada "conversación" -con las idas y venidas propias del diálogo-; es la lengua la que introduce la dimensión onírica y las situaciones paradójicas, cargadas de humor absurdo que pueblan sus cintas. De hecho, por ejemplo, "El techo de la ballena" fue filmada en cinco lenguas. Ruiz les pidió a los actores que cada uno dijera sus parlamentos en una lengua extranjera distinta. Una manera de "fotografiar el sonido", decía él, y también de mostrar la extrañeza que todo extranjero tiene a la hora de elegir las palabras en una lengua que no domina. Ese extranjero fue, también, el propio Raúl Ruiz, obligado a adaptar su universo lingüístico, estructurado por esa forma tan singular que es el habla chilena, a una lengua legible (en francés y en otras lenguas). Ruiz, cineasta de la lengua, se "traduce" constantemente a sí mismo.
Pero esta extrañeza ante la lengua es también la extrañeza con la que los chilenos nos manejamos en castellano. Los desplazamientos, tergiversaciones e incongruencias propios del chileno hablado son también el fruto de una traducción: como no nos sentimos "dueños" de la lengua española, podemos tergiversarla, reinventarla con toda la carga de humor absurdo del chileno hablado. El propio Ruiz decía que el chileno era una "lengua flotante" o una "no lengua". Esta distancia con la lengua que nos fue impuesta ha dado en Chile no solo un habla y un humor particulares (la famosa "talla"), sino una tradición literaria emparentada con el habla chilena. En esa tradición está Parra -con cuya poesía el cine de Ruiz mantiene un nexo mucho menos tenue de lo que parece- y en narrativa ese gran fresco de las hablas nacionales que es la obra de José Miguel Varas. Parra, Varas, Ruiz son personajes profundamente chilenos y universales al mismo tiempo. Cada uno de ellos, en su registro, ha contribuido a hacer que eso que se llama la chilenidad -si existe- sea ante todo un espacio lingüístico, es decir, un vasto entramado de discursos o, en otras palabras, una cultura hablada.