Es domingo; me levanto temprano. Mi hijo duerme y debo aprovechar para escribir. Pongo el agua para el té y busco la notebook. De camino esquivo un montículo de ropa sucia y decido sumar sábanas y toallas, y hacer un lavado a máquina. Es un buen momento, hay sol. Y el de las ocho de la mañana es un sol embrionario, lleno de promesas al aire.
Con optimismo cargo el lavarropas y vuelvo a la cocina. Abro el word y apago el agua hirviendo. La mirada se desplaza hacia la izquierda: qué es esto; todavía están los platos sucios de la cena. Nadie puede trabajar así. Abro la canilla, lavo, seco, guardo. Elijo un té negro y lleno una tetera. La apoyo sobre la mesa del comedor, a un lado de la computadora. La mesa es un desastre. Tiene folletos de comida a domicilio, la riñonera de salir en bicicleta y un repasador que debí haber puesto a lavar. Ordeno todo, pongo cera y paso un trapo. Es agradable el olor de la cera; hace creer que la casa está limpia.
Lástima por el piso: hay de todo ahí abajo. Pienso un comienzo para el texto que voy a escribir a la vez que busco la escoba, corro las sillas y barro. Dos minutos más y empiezo a trabajar. Saco la basura, limpio las piedritas sanitarias de la gata, miro de reojo la pileta de lona en el jardín. Hay demasiadas hojas flotando en el agua. Mejor vaciarla, limpiarla y llenarla otra vez. Ahí adentro está toda mi vacación del verano. Mi hijo viaja con su padre y yo, que debo quedarme a terminar un libro, tengo este cubículo como único umbral de esparcimiento. Para el próximo enero haré una pileta de material. Un andarivel de ancho, ocho metros de largo y una base de treinta centímetros para tirarse al sol. Calculo el costo y especulo con los beneficios de una inversión semejante. Si hago una pileta mi hijo siempre, aunque tenga esposa e hijos, querrá venir a casa los domingos.
Quito el tapón de la pileta y el agua corre hasta el drenaje haciendo un ulular de cascada. Cuando el tanque del vecino desborda se escucha el mismo sonido. Es el único ruido barrial que se ha vuelto tolerable. Los demás son una tortura. Con el paso de los años todos los sonidos se han transformado en ruidos molestos. Ayer subí a la medianera y les dije a los nuevos vecinos que por favor bajaran esa cumbia. Hace un año me peleé con el sacerdote de la cuadra porque hizo el Domingo de Ramos en la esquina de casa, y no adentro de su iglesia. Tendré una vejez difícil. Y cuando necesite ruido, ya será tarde. Todos caminamos en dirección al silencio. Pero mejor no pensar en eso; es un domingo de sol.
La computadora tiene poca batería, hay que buscar el cable y sentarse a trabajar. De camino paso por el baño de visitas y advierto que huele asqueroso. No es posible vivir así, ¿cuándo vuelve la mujer que ayuda en casa? Le quedan diez días de vacaciones: eso y "nunca" son la misma cosa. Limpio el baño. Mientras lo hago escribo mentalmente. Un rato después tecleo cinco líneas. Están bien.
Tantas veces preguntan sobre estas cosas, es decir: sobre cómo se piensa un comienzo de texto. En algunas oportunidades cito un tramo de Diario de Invierno de Paul Auster: "Con objeto de hacer lo que haces, necesitas caminar. Andando es como te vienen las palabras, lo que te permite oír su ritmo mientras las escribes en tu cabeza. Un pie hacia delante, y luego el otro, el doble tamborileo de tu corazón. Dos ojos, dos brazos, dos piernas, dos pies. Este, y luego el otro. Ese, y luego este. El acto de escribir empieza en el cuerpo, es música corporal, y aunque las palabras tienen significado, pueden a veces tener significado, es en la música de las palabras donde arrancan los significados. Te sientas al escritorio con objeto de apuntar las palabras, pero en tu cabeza sigues andando, siempre andando, y lo que escuchas es el ritmo de tu corazón, el latido de tu corazón (...). Escribir es una forma menor de la danza".
Lo que no suelo decir es que en mi caso "caminar" es a veces reemplazado por "limpiar". Y que creo que nadie debiera vivir en una casa que no pueda eventualmente asear por sí solo. "Creo en la tracción a sangre cuando la sangre es propia" escribo ahora, hundida en la matriz de mi espacio doméstico. Aquí vivimos alguna vez con mi ex marido, sus tres hijos y nuestro hijo en común. Y ahora, a años ya de la separación, estamos mi hijo y yo y están mis manos, que ordenan del mismo modo en el que escriben: con paciencia y sin desesperación. Convencidas de que el armado de una palabra es un trabajo de limpieza. Y de que todos los nombres, al final de una mañana como esta, quedarán escritos.
"Tendré una vejez difícil. Y cuando necesite ruido, ya será tarde. Todos caminamos en dirección al silencio. Pero mejor no pensar en eso".