Desde los albores de la historia el espacio escénico está constituido por una dialéctica arquitectónica. Existe el edificio del teatro, arquitectura generalmente monumental y permanente, programática en el sentido de acoger la función urbana, social y los actos de la congregación del público, su disposición frente a la escena, la logística productiva y los complejos requerimientos de la representación teatral, donde todos los ingenios y dispositivos imaginables, de acuerdo a la tecnología disponible en cada época, se ponen al servicio del espectáculo para lograr los más increíbles efectos.
Pero el marco físico de la ficción es también siempre una arquitectura, puesto que esta es el marco de la vida misma, y aunque aparezca reducida a su expresión más mínima o abstracta es, todavía, indispensable para caracterizar la acción en la representación dramática. Es así como en la evolución histórica de la tipología del teatro en cuanto edificio, la representación tiene siempre lugar en una arquitectura contenida dentro de otra: una onírica y la otra concreta, una efímera o dúctil y la otra inamovible. Los teatros de la antigüedad clásica, de hecho, presentan una fachada permanente como marco de la acción en escena; tradición recogida final y maravillosamente por Palladio en su Teatro Olímpico de Vicenza en el siglo XVI, justo antes del Barroco y su mundo de ilusiones fastuosas.
No es casual, entonces, que el escenógrafo, aquel visionario de atmósferas, intérprete de universos, ingeniero de artificios, sea en el alma, fundamentalmente, un arquitecto. Es la particular conjunción de experiencias de arquitecto y artista la que le permite plasmar en el diseño teatral los misterios del instinto constructor del ser humano, llevando ese impulso primigenio a un plano de reflexión y de representación emotiva que solo es posible a través del arte mayor. El diseño teatral es, en este sentido, una sublimación de la arquitectura, pues si bien utiliza todos los recursos que le son propios a ella para representarla, no tiene obligación de dar cuenta de ninguno, como no sea su propósito elemental, que es la significación de los actos y la creación de un ambiente psicológico determinado.