Las conmociones del mundo cinéfilo suelen ser como esas explosiones que se observan a la distancia. Quizás insignificantes para el observador casual, pero muy intensas para el que queda situado directamente bajo ellas. Esto, a propósito de la muerte -este pasado viernes- de Jacques Rivette, a los 87 años.
Al revés de lo ocurrido con Ettore Scola, cuya partida fue consignada in extenso a través de numerosos medios, la de Rivette en principio parece candidata a la nota breve y comedida: no más de un par de apretados párrafos con menciones a sus obras, su rol como cineasta en la Nueva Ola Francesa y como editor de la revista Cahiers du Cinéma o su apasionada defensa de las películas de larga duración. Por suerte no lo fue (los tributos fueron abundantes y sentidos), pero es probable que pasar desapercibido no le hubiera molestado en absoluto. De hecho, es coherente con los enigmas de su propio carácter, tan silencioso y privado como el de su querido amigo Éric Rohmer, pero cuya prodigiosa imaginación -una de las más grandiosas del audiovisual- se desataba sin cuartel en la pantalla, desbordando personajes, situaciones y formatos con intensidad suficiente para que incluso sus ambiciosos y rebeldes compañeros de generación (entre ellos Truffaut y Godard, nada menos) se declarasen habitualmente sobrepasados.
No es que estuviese buscando automática comprensión: fue él quien puso patas arriba a su ciudad en la arcana y borgiana "París nos pertenece" (1960), él quien fue censurado por adaptar "La religiosa" (1965) a partir del texto de Diderot y luego tuvo la peregrina idea de que alguien podía interesarse por "OUT1" (1971) -recién editada en Blu-ray-, una película/serie de 13 horas, que se adelantó cuatro décadas al actual auge del género.
Rara vez sacaba la voz en público. A fines de los años 90, la revista francesa Les inrockuptibles logró comprometerlo para una entrevista, pero este dio vuelta la idea y la transformó en una arbitraria y fascinante encuesta en torno a las buenas y malas películas. Y lo que dijo entonces sobre "Twin Peaks: Fire Walk with Me", de David Lynch, bien podría aplicarse a varios de sus filmes: "Es el filme más demencial de la historia del cine. No tengo idea de lo que ocurrió o de lo que vi en la sala, pero salí de la función flotando a dos metros de altura". Es precisamente el efecto que provoca la alocada y esencial "Céline y Julie se van en barco" (1973), quizás el más misterioso y bello de los clásicos de la Nouvelle Vague; un torrente de fantasía y absurdo que emerge del casual encuentro de dos mujeres en una plaza en las cercanías de Montmartre. Una bien podría ser el doble de la otra. O su némesis. O el conejo respecto de Alicia. O la ayudante respecto del mago. Ver en cine o ponerle play a un filme de Rivette aún puede ser una experiencia muy frustrante si uno es un espectador que necesita sentirse a cargo, entender y controlar lo que estás mirando, en vez de dejarte llevar con alegría por el azar y la libre asociación.
Esa era el deseo de Claire Denis, una de sus más aventajadas discípulas, cuando filmó los extraordinarios diálogos entre el cineasta y el crítico Serge Daney, allá por 1990: en vez de encerrarlos en un set, los dejó sueltos en las calles de París, semivacías tras el comienzo de las vacaciones. Sin darse cuenta casi, Rivette conduce a su interlocutor a los barrios y parques de sus películas, escenarios comunes y silvestres que devienen en lugares secretos mientras Jacques y Serge van tras los pasos de Céline y Julie, ellos mismos convertidos en pasajeros de historias ajenas y de eternas ficciones.