No me cansaré de repetir que soy tan porteño como viñamarino. Las proporciones de la mezcla no importan y tampoco son fácilmente discernibles. Un híbrido debe celebrarse como tal y no empezar a descifrar cuánto tiene de una cosa y cuánto de otra. Si uno es siempre más de uno, si cada individuo es varios sujetos a la vez, si somos "un baúl lleno de gente", según la exacta apreciación de Antonio Tabucchi, no hay nada extraño en ser también de dos ciudades, en saber que se pertenece tanto a una como a otra, en sentir que en ambas se está por igual en el sitio que el azar escogió para uno.
Lo malo en mi caso es que nací en Santiago, donde permanecí solo las dos primeras semanas de existencia para vivir luego, durante 12 años continuos, en una población naval próxima al balneario Las Salinas, la exquisita playa de mi infancia, que olía a fruta, a mañana, a colonia, y a los bronceadores de los cuerpos femeninos que tomaban sol sobre la arena. Bloqueadores no se usaban entonces y las mujeres adquirían rápidamente un precioso color canela. Muchas veces, a falta de bronceador, untaban brazos y piernas con Coca-Cola, mientras los niños fingíamos mirarlas por el deseo de la bebida y no por la sensualidad de sus cuerpos. Una playa con carpas de lona y sillas de mimbre en las que, vestidos como para la ciudad, los mayores se instalaban a mirar el mar y a los bañistas, sumidos en quién sabe qué recuerdos de su propia infancia.
Viña del Mar no tiene viñas. Las arrancó todas Benito Fernández, el español que sacó Viña a remate el año 1840, uno de los datos que se encuentran en "Viñamarinos", el delicioso libro de Catalina Porzio. Esto quiere decir que Viña del Mar perdió hace mucho tiempo la razón de su nombre, salvo por el mar, ese que comparte con Valparaíso, un mar que en verano baja y pone las embarcaciones a plomo, quietas, ocres, parecidas a los cerros que las observan, y un océano alto, bravo y rizado durante el invierno, arrojando olas gigantescas sobre el borde costero y casi llevándose aguas adentro, con caballo y todo, a los coches Victoria que buscan turistas en la avenida Perú.
"Viñamarinos" permite saber o recordar cosas de Viña y trae al presente personajes que tuvo la ciudad. Personajes aburridos, excéntricos, decadentes, vaya uno a saber, tanto como pudieron serlo Jorge Di Giorgio, Óscar Kirby, Arturo Alcayaga, Juan Luis Martínez, Fenelón Guajardo y, desde luego, María Luisa Bombal, quien aseguraba que en las mañanas de verano podía sentir en la Playa de Miramar el olor de los pinos de la Quinta Vergara. No son los únicos personajes de este libro, rearmados gracias a breves testimonios de cronistas de la ciudad, porque aparecen también otros más antiguos: Carlos Pezoa Véliz, Teresa Wilms, Gustavo Wulff. Fenelón Guajardo fue el Charles Bronson Chileno, injertado para siempre en nuestra memoria gracias a la pluma de Francisco Mouat y al concurso de parecidos que Guajardo ganó en Sábados Gigantes. Nadie más parecido a otra persona que Fenelón Guajardo a Charles Bronson.
En el libro no faltan los psicópatas de Viña, protagonistas en los 80 de la peor pesadilla que ha tenido la ciudad, tanto que se transformó en una auténtica psicosis colectiva. Hasta hoy ronda la idea de que los crímenes no pudieron ser solo la obra de dos carabineros y que detrás de ellos hubo algo así como un club del crimen. Con todo, Sagredo y Top Collins consiguieron lo imposible: hacer creer a Viña que pueden suceder cosas más importantes que el Festival de la Canción.
Casi todos los que vivimos en Viña o en Valparaíso somos de dos ciudades. Y nuestro ejemplo y maestro es nada menos que el escritor Carlos Pezoa Véliz: sin plata para pagar una pensión, tomaba todas las noches un tranvía hacia Viña, dormía durante el trayecto, y al ser despertado por el conductor al final del recorrido, pagaba un boleto de vuelta al Puerto, volvía a dormir, y así toda la noche.
Ir y venir entre Viña y Valparaíso es de lo mejor que tiene cada una de esas dos ciudades.