El Premio Pritzker de arquitectura, el más prestigioso galardón de la disciplina, acaba de ser concedido al chileno Alejandro Aravena, quien tiene además sobre sus espaldas la responsabilidad de dirigir la Bienal de Arquitectura de Venecia de este año. No es un hecho aislado. En 2014 Pedro Alonso y Hugo Palmarola obtuvieron el León de Plata en este mismo certamen. El mismo año que Smiljan Radic inauguraba en el Hyde Park de Londres el reconocido Pabellón Serpentine Gallery. Lo que demuestra la relevancia alcanzada por la arquitectura chilena en la escena internacional. Aunque el fenómeno va más allá. Se da en el cine, donde el cineasta Pablo Larraín filma actualmente en París una cinta protagonizada por Natalie Portman; el cortometraje de animación de Gabriel Osorio es nominado para el Oscar; Maite Alberdi con La Once acumula galardones en festivales, y se internacionalizan las carreras de figuras como Pedro Peirano, Sebastián Silva y Paulina García. Lo mismo ocurre en la literatura, con Alejandro Zambra y ahora Diego Zúñiga y Camila Gutiérrez.
Chile, por lo visto, no está ante una sequía creativa.
Carmen Romero, con Teatro a Mil, ha hecho de Santiago un hub de las artes escénicas a nivel mundial, potenciando de paso la creación y el público locales. Este año, por ejemplo, se han presentado obras experimentales y performances altamente exigentes, pero las salas estuvieron repletas de un público que se retiraba asombrado y conmovido ante experiencias y sensaciones cuyo significado no podía desentrañar, pero sabiendo que les habían cambiado la forma de ver el mundo.
Otro evento notable es el Congreso del Futuro, realizado también en enero. Cuando el senador Girardi lo planteó por primera vez, hace cuatro años, estuve entre los escépticos: cambié de bando. Este año reunió a más de 90 científicos de talla mundial, entre ellos varios Premios Nobel. Expusieron y debatieron ante las más diversas audiencias sobre cuestiones que están lejos de lo cotidiano.
Chile, por lo visto, tampoco está ante una sequía de curiosidad.
Estuve el domingo hasta las diez de la noche en La Reina junto a cientos de personas escuchando sobre cambio climático, inteligencia artificial y democracia. Había estado antes en la conferencia de Michael J. Sandel, que llenó el Teatro Municipal de Las Condes. El formato que emplea este filósofo-estrella es hacer preguntas al público, y ocupa las respuestas como base de argumentación. El propósito es mostrar empíricamente una de sus premisas fundamentales: que el sentido de lo que es justo o correcto brota de la deliberación. Aprovechó de exponer brevemente las ideas básicas de sus libros: a saber, que la extensión universal de los mecanismos de mercado termina por corromper ciertas dimensiones de la vida, entre ellas la educación y la salud; y que una sociedad justa no es aquella que maximiza la prosperidad o la libertad de elegir, sino la que razona colectivamente sobre el significado de una buena vida y crea una cultura hospitalaria para las desavenencias. Los discípulos de Milton Friedman (y de Carlos Marx) no deben haber estado muy complacidos, pero no volaba una mosca.
Chile, por lo visto, no está ante la sequía de su capacidad crítica.
Ese país chato, adormilado por el consumismo y el consentimiento, ya es cosa del pasado. En campos como la arquitectura, el cine, la literatura, la plástica, las artes escénicas y la ciencia, hay una potencia creativa que despierta interés en todo el mundo. Basta observar los extranjeros que inundan nuestras calles y parajes: ellos vienen a vivir lo que aquí está pasando, y que muchos de nosotros no alcanzamos a ver. En especial los agentes políticos y económicos, que miran todo lo que está sucediendo con el prisma del fatalismo. Mejor harían sumándose al Chile a mil.