A veces reviso las fotos que tengo en el celular y algunas me dejan una sensación enigmática: no recuerdo por qué las saqué. Es decir, no tienen un objeto definido, no son el retrato de alguien ni el registro de una reunión afectuosa. Se podría decir que son ahistóricas y que incluso el lugar del mundo cuyo encuadre recortan sería imposible de reconocer para un observador ajeno. Por algún motivo son las que más me gustan y me resisto a borrarlas aun en aquellos momentos en que el celular empieza a emitir mensajes alarmantes sobre falta de espacio.
Hay una, particularmente atrayente, en que aparece un techo en primer plano, a pleno sol de verano, con una antena parabólica reseca, y detrás una aglomeración de árboles oscuros con flores blancas y en medio de los árboles otro techo con una chimenea de ventilación y al fondo unos edificios nuevos, altos e inespecíficos. Por cierto, hay un motivo que me apega a esta imagen, y es el hecho de que fue sacada desde el dormitorio de alguien que quiero mucho, pero se trata simplemente de una vista no interesante, esa clase de imágenes por las que pasamos la mirada sin detenernos demasiado y que, sin embargo, quedan adheridas en las zonas sumergidas de la memoria. Sin que signifiquen nada en particular, vuelven a aparecer tiempo después en los sueños o en medio de una cadena de pensamientos, como un flash.
Me pasa lo mismo con lo que veo desde mi dormitorio: unas azoteas de edificios nuevos e inespecíficos. En una de ellas hay un extractor de aire que no para de girar y uno de esos cambuchos rojos con blanco que se ponen para detectar la dirección del viento. Los miro y pienso: son compañía, hay algo vivo ahí, son objetos prodigiosos que nadie se molestaría en consignar.
En unos de estos anocheceres calurosos me puse a hacer hora en un café que estaba a punto de cerrar. Era el minuto en que el día no ha terminado de replegarse ni la noche de enseñorearse, de modo que había en la calle una alternancia de luz natural y de ampolletas prendidas. La mujer del café en un instante se aproximó a la vitrina iluminada de los pasteles, caviló un instante y luego abrió la puerta de vidrio para sacar algo. Una sensación bastante desagradable de superposición temporal me embargó de súbito: tuve la certeza de haber presenciado esa escena, en todos sus detalles, hace más de cuarenta años en un balneario. Se me apareció una cifra en la conciencia: 1969. Y no era tan solo lo que podía ver, sino que reconocía además un mismo estado de ánimo: languidez, nerviosismo, desazón.
Estas cuestiones son muy difíciles de comunicar porque no pertenecen al rango habitual de las conversaciones. Si uno se arriesga a hablar de ello, lo toman para la chacota o creen que uno se las está dando de Proust. Pero esto no disminuye la frecuencia, la asiduidad de esta experiencia, equivalente a que nos saquen por una fracción de segundo el pavimento en que afincamos los pasos.