Por algo en los países tropicales latinoamericanos se da un trato bastante igualitario entre la gente. Es que el calor iguala. Me lo digo mientras voy caminando por las tórridas calles de Cartagena de las Indias. La ropa, observo, deja de ser una marca de distinción, porque la gente se viste con lo menos posible. Y el calor nos somete a todos por igual. Una sumisión que no es desagradable, por cierto, porque relaja. Nos da pretexto para caminar despacio. Nos permite hundirnos en una silla en algún café, para observar a quienes siguen con ganas de caminar, y para disfrutar, desde el ángulo que el café nos dé, de la belleza de las calles de Cartagena: fachadas continuas de casas coloniales pintadas en llamativos azules, amarillos, rojos, verdes y morados, que compiten con el colorido de las buganvilias que cuelgan de sus balcones de madera. También somos iguales, pienso, frente a la alegre belleza de una ciudad que a todos nos levanta el ánimo. En un país que brilla en los rankings de felicidad, Cartagena hace que la gente ande especialmente contenta.
Podría haber sido distinto. Podrían haber destruido el centro histórico para construir rascacielos. Pero Colombia es un país culto, e incluso en tiempos de guerra y de penurias, se protegió el casco histórico de Cartagena, limitando la acción de las inmobiliarias a las afueras de la ciudad amurallada. En los últimos años ha habido un gran esfuerzo público y privado de restauración. Más aún, no se ha dejado que Cartagena se convierta en una ciudad museo. Todo el año hay actividades estimulantes que le dan mucha vida. Festivales y ferias de todo tipo: de cine, de arte, de ideas, de música. De hecho nosotros estamos allí por un notable Festival Internacional de Música-en este caso clásica-que este enero está en su décimo año.
Es un festival muy original. Llegan músicos de clase mundial: este año entre otros Jordi Savall y su conjunto Hespèrion XXI, Rinaldo Alessandrini con su Concerto Italiano, el violinista Maxim Vengerov y el Orpheus Chamber Orchestra de Nueva York. Pero la programación es distinta a la de otros festivales. Esta temporada el tema es de confluencias: las que se dan entre lo clásico y lo popular, lo antiguo y lo moderno, lo sacro y lo profano, y -disolviendo fronteras- entre lo europeo, africano y americano. Savall, aparte de ser un gran músico cuando agarra su viola de gamba o dirige su orquesta, es un gran musicólogo, dedicado a rescatar partituras perdidas, a rastrear afinidades y orígenes poco estudiados, a resucitar sonidos que no se han oído en cientos de años. En Cartagena, con un conjunto que incluía músicos de México, Mali, Venezuela, Madagascar, Argentina y Brasil, Savall nos ofreció música de esclavos africanos trasladados a América, usando instrumentos inusuales como el oud, la kora y la valiha: sus delicadas cuerdas las oíamos en conmovedores solos o dúos. Por su lado el Orpheus se dedicó a explorar confluencias entre Europa y América: en uno de sus conciertos alternaba piezas de Bach con las "Bachianas brasileiras" de Villa-Lobos.
A ninguno de los cuantiosos y sofisticados extranjeros que viajaron expresamente para asistir al festival se le ocurrió compararlo con los de Salzburgo o Baden-Baden porque el de Cartagena ha conquistado un nicho único. Por algo lo visitan hordas de jóvenes, pero también de esos " baby boomers " jubilados que erran por el mundo en busca de lugares y de eventos excepcionales: los mejores turistas que se puede tener, por su abultado poder de compra. Para captarlos en Chile, no contamos con joyas coloniales, pero sí con grandes paisajes: de allí que tiene un futuro promisorio una iniciativa como la del Teatro del Lago en Frutillar.