Veo con frecuencia mujeres que han descubierto la infidelidad de sus maridos y que sienten muchas emociones, como la sensación de traición, dolor de la pérdida, desconfianza ante todo y todos.
Es como si un mundo conocido se hubiera destruido, como un tsunami que destruye de golpe los pilares en los que se ha construido la vida. Luego, entre los escombros, aparece la rabia. La mente y el cuerpo se activan y viene la etapa de la confrontación y de la reunión de pruebas para que no sea negado el hecho por el infiel. Cuando ya empiezan a cuajar las informaciones recibidas viene la confrontación de las decisiones de futuro.
Es probablemente una de las crisis vitales más devastadoras. Están los hijos, están las familias de ambos y están los amigos comunes. El primer tiempo es una vorágine tal, que la mujer en cuestión no sabe cómo reconstituirse como persona. En general, así es el curso de la crisis y luego vendrá el duelo y, en algunos casos, la recomposición de la relación. Ya sea que la pareja se separe o decida darle otra oportunidad a la relación, el tiempo que sigue no aminora el miedo ni la tristeza, pero hay un futuro que enfrentar y eso ya es una causa a la cual dedicar la energía.
Hay algunas mujeres que se transforman en verdaderos detectives privados. Quieren saberlo todo. Si el marido no está abierto a contar, buscan por todos lados las pruebas, definen en detalle los hechos y no pueden salir por mucho tiempo del torbellino que implica reunir el máximo de datos. Es un proceso también cargado de angustia y que no les permite la calma que la nueva vida que comienzan requiere.
Uno se pregunta entonces, ¿por qué no pueden salir de esta espiral masoquista? Y la respuesta es paradojal, porque es una gran manera de evitar el dolor. El primer dolor no es evitable, pero el segundo, sí. Tal vez no la tristeza y la rabia y las dudas sobre el futuro o incluso las ganas de vengarse.
El dolor agota, pero produce adrenalina. Basta ver lo que pasa con la muerte. La vuelta del cementerio, a una casa que ya no está llena de gente, donde no hay que atender, ni hablar, ni concentrarse, es el momento más duro. Porque la vida sigue y no está el ser querido. La pérdida de la seguridad también. Y eso produce mucha adrenalina. Se mezclan el dolor y la pérdida con sensaciones nuevas de desprotección, de asombro, de horror a veces. Y la adrenalina nos hace sentirnos vivos. Es como meterse a un túnel donde no se puede evitar la falta de luz. Una pequeña depresión se instala. Pero si queremos mantener la adrenalina-y esto es un proceso inconsciente- la mejor manera es controlar el pasado y con ello, el dolor. Si queremos seguir casadas, ojalá mantengamos el dolor íntimo, que duele más y es más largo. Porque esa es una inversión que vale la pena. ya