Chile está frente a una encrucijada. A diferencia de otros períodos de su historia, la clave no es el ritmo de avance en una ruta conocida. Hoy, el desafío es convivir con un mundo cada vez más complejo, un mundo que en términos macroeconómicos está lejos de aquel al que estábamos acostumbrados. En estas condiciones, el progreso depende de la capacidad de buscar caminos nuevos, adaptando la estrategia de desarrollo a las condiciones que se van abriendo. La innovación es la única posibilidad para fortalecer la posición de liderazgo que hemos mantenido en las últimas décadas.
Pero esta tarea es imposible si no se equilibran las demandas y aspiraciones de la sociedad con una estrategia clara de desarrollo, condición de base de la buena gobernanza. Sin esta afinidad, cualquier avance es engorroso, de corto alcance e inestable. El ministro Valdés describe este fenómeno señalando "que a veces uno piensa que tiene un acuerdo y se desarma..., porque la base política que había no existía". Es decir, el desafío es doble, tanto respecto del diseño de la estrategia como de la gobernanza para sustentarla.
En consecuencia, Chile enfrenta tres desafíos de envergadura: recobrar la solidez de los fundamentos económicos en un entorno adverso y volátil; mejorar significativamente la calidad de los bienes públicos disponibles a los ciudadanos, y reducir la brecha de productividad entre los sectores moderno y tradicional de la economía. Algunos los hemos arrastrado por años, otros son más recientes. Pero ninguno puede estar ausente de una agenda de futuro y de la búsqueda de un acuerdo amplio que abra un nuevo ciclo en el camino al desarrollo.
En primer término, son los fundamentos los que dan solidez a la economía, especialmente cuando se avizoran nuevas turbulencias internacionales. El panorama externo de los próximos años es más delicado de lo que el Banco Central considera. El aumento de la tasa de interés en EE.UU., la crisis de Brasil y la desaceleración de China implican enfrentar riesgos en un mundo de grandes desbalances económicos, crecientes conflictos geopolíticos, extensivo uso de políticas no convencionales y manifiesta debilidad de las instituciones financieras internacionales. Así, los próximos años estarán marcados por la volatilidad e incertidumbre.
En este ambiente, Chile pasará de la fortaleza que representaba tener activos netos de más de 16% del PIB en 2008, a una posición deudora de más de 10% del PIB una década después. Desde 2011 hemos sobreestimado tanto el precio de largo plazo del cobre, como los ingresos permanentes del sector público, por lo que el verdadero déficit fiscal estructural es mayor al estimado. En 2012, el Banco Central advirtió este peligro, al señalar que con el alza en el precio del cobre la regla fiscal genera un mayor ahorro inicial, pero que luego, cuando estos cambios se incorporan como permanentes y se ajusta el precio de referencia, el mayor ahorro comienza a decaer y se genera un mayor gasto público. El Gobierno de la época nunca advirtió esta situación.
Afortunadamente aún tenemos las holguras para hacer un ajuste ordenado, aunque manteniendo un crecimiento modesto. Pero este esfuerzo, que se prolongará por varios años, nos recalca la necesidad de estar alerta ante los diversos riesgos financieros que afloran en estas condiciones.
En segundo lugar, nuestro desarrollo en el ámbito social depende fundamentalmente de que seamos capaces de producir bienes públicos de calidad, una sentida aspiración de la población. La incorporación de la clase media a la modernidad se logrará solo cuando tenga acceso a barrios seguros, educación de calidad, salud digna y pensiones adecuadas. A su vez, son los bienes públicos de calidad los que producen sociedades más integradas e igualitarias, y no al revés.
Las dificultades no provienen de la falta de recursos o del acceso al conocimiento tecnológico. De hecho, la confianza de la población en que seremos capaces de resolver el problema de la calidad de la educación pasó de 68% en 2006, a un 40% en 2015 (Encuesta Bicentenario UC), en circunstancias de que en el mismo período el gasto publico aumentó en más de 80% en términos reales. Por su parte, la tecnología actual ha expandido enormemente las posibilidades para resolver los problemas colectivos en forma creativa.
Finalmente, el extraordinario crecimiento del país en las últimas tres décadas no ha logrado reducir la brecha de productividad entre los sectores moderno y tradicional de la economía. Este hecho contrasta con el pronóstico de Arthur Lewis, premio Nobel de Economía en 1979, quien visualizaba el desarrollo como el proceso a través del cual los trabajadores de baja productividad eran paulatinamente incorporados al sector moderno de la economía. Pero son pocos los países que han logrado tener éxito en esta transformación y consolidar su condición de desarrollados.
En el caso de Chile, la brecha de productividad está congelada, porque la reasignación de recursos desde las actividades de baja a las de alta productividad es un proceso complejo, que no ocurre en forma espontánea en los mercados. El único ámbito donde conviven las empresas modernas y tradicionales es en los territorios, y como señaló la OCDE en 2009, esta es una perspectiva que las políticas públicas del país están desaprovechando.
Pero el principal obstáculo no es el reconocimiento de la complejidad de estos desafíos, lo que ya se ha hecho en innumerables análisis, sino en la incapacidad que hemos tenido para hacer un diagnóstico certero y compartido, que tenga sintonía con las percepciones de la sociedad, de modo de generar cursos de acción que fortalezcan la aspiración de alcanzar el umbral del desarrollo. El verdadero impedimento para abordar estos desafíos está en la gobernanza, caracterizada por la parálisis de un sistema político que no logra generar un diálogo constructivo, situación que se ha visto agravada con la crisis de financiamiento de la política.
Hoy, la oposición espera su turno para hacerse del gobierno, apegada a las recetas de hace 20 años, cuando vivíamos en un mundo totalmente diferente al actual; la izquierda parece obstinada en aplicar "a raja tabla" sus propuestas, sin hacerse cargo del escenario macro y de la calidad de la gestión; el centro político es prácticamente intrascendente, porque carece de credibilidad en su vocación de reformas sustantivas; el Gobierno trata de estabilizar la nave por la vía de cuidar los principales indicadores económicos, y el empresariado parece haber perdido la capacidad de reacción frente a los cuestionamientos cada vez más frecuentes. Así, los grupos de interés han ocupado los espacios de poder que deja la fragmentación del sistema político.
En síntesis, es hora de generar un proceso de convergencia hacia un nuevo enfoque del desarrollo, convocando y abriendo espacios de diálogo. Muchas iniciativas aún dispersas están empeñadas en abrir este camino. Las hay dentro del Gobierno, en la sociedad civil y en el sector privado, lo que nos indica que este esfuerzo es posible en el Chile de hoy.
Jorge MarshallEconomista y Ph.D. Harvard