Caminé hace unos días por lo que era antiguamente la Avenida Egaña, hoy fagocitada por Américo Vespucio, hasta llegar a la plaza que marca la frontera entre Irarrázaval y Larraín. Logré dar con la casa donde vivió mi madre, la casa donde se casaron mis padres, casi en la esquina de una calle sin salida llamada Ernesto Hevia, una pequeña calle casi secreta que al fondo tiene una especie de isla, con un árbol y una tinaja de greda.
Tengo a la mano las fotos de la juventud de mi madre y nada de lo que ahí aparece es reconocible en el presente. La aurática serenidad de las imágenes del pasado no se proyecta en el disruptivo ajetreo de la realidad directa de hoy, con sus paraderos desesperanzados y su congestión vehicular. El barrio es parte ahora de una de las zonas más feas de Santiago, toda picoteada, a medio demoler o a medio construir, con letreros estridentes que se interrumpen unos a otros y que se encaraman sobre los techos de las casas de antes, a las que han taponeado con cemento en una modernización desesperada.
Solo desde los pisos superiores del mall de la esquina se logra divisar algo del espíritu provinciano que hace una cuarentena de años era perceptible a simple vista: aglomeraciones de árboles oscuros en los patios interiores, pesadas tejas, verjas de madera.
A lo perdido casi siempre le adjudicamos la condición de lo maravilloso. La fotografía y la memoria operan en este sentido y levantan una especie de realidad paralela, un destilado de la experiencia. Nunca son gratuitas las visitas a los lugares de las historias familiares. Llegamos a ellos predispuestos a constatar algo evidente: que hemos perdido el tiempo o que el tiempo nos ha perdido a nosotros, como si hubiera avanzado velozmente mientras nosotros nos quedábamos en cualquier distracción.
Me parece que este fenómeno se da de modo similar para la mayoría de las personas. En Santiago, al menos todos hemos sido emigrantes de barrios que cada tanto deben poner en funcionamiento su capacidad de adaptación a lo nuevo. Todo barrio más o menos coherente nace como un sueño y se va degradando a la vuelta de unas cuantas décadas.
En el caso de la Villa San Luis, en Las Condes, como lo muestra el documental "La consagración de la pobreza", es lo mismo con otra tonalidad. Se trató de un intento oficial, en la época de la UP, de crear "integración urbana" construyendo una población decente para gente modesta en medio de un sector adinerado. En este caso, a la violencia de los cambios connaturales a la dinámica de la ciudad, se sumó la violencia de la erradicación en el período posterior, el de Pinochet. Sueños cercenados, pérdidas obligatorias.
No sé por qué le tenemos apego a la idea de una casa familiar en cuyo interior se vayan criando sucesivas generaciones de consanguíneos. Es una idea de unidad simbólica que escasamente se verifica en la realidad, que tiende más bien a disgregarnos en el espacio y a extraviarnos en la inapelable cadena de los días.