Ordenaba los juguetes de mi hijo y me empecinaba en que se deshiciera de unos pocos. Mientras algunas de mis ofertas de eliminación eran bien aceptadas, otras eran inexplicablemente resistidas. Juguetes poco versátiles, ya desvencijados y hace tiempo abandonados al polvo, eran insistentemente reconocidos por el propietario como piezas de un valor supremo. Entonces recordé algunas conversaciones sostenidas con mis colegas respecto del valor del patrimonio arquitectónico de nuestro país y el argumento de que mucho de lo que hoy se protege, en realidad, no tiene valor alguno. Pero, ¿quién decide ese valor?
El pasado miércoles 23 el barrio Matta Sur fue declarado Zona Típica, después de seis años de empuje ciudadano. Así, sin palacios ni efemérides, quedó protegido este barrio plebeyo y cotidiano. Protegidos sus zaguanes con baldosas y mamparas biseladas, sus fachadas horizontales, catálogo arquitectónico de las diferencias discretas. Protegidas sus calles con malvas y almacenes de esquina, geografía de un piso que encauza caminares demorados y atardeceres refulgentes. Protegidos los murmullos de historias familiares en el patio del parrón, de pololeos en la plaza Bogotá y el cine América, de juegos infantiles en la plaza Gacitúa o en la estrecha calle Artemio Gutiérrez.
Hoy, el patrimonio se escribe en clave ciudadana y expresa la necesidad transversal de resistir. No solo resguardar los modos de vida de algunos vecinos de barrio, sino custodiar la posibilidad de fijar tiempo en el espacio. Porque vivimos en tiempos veloces, en ciudades que crecen sin parecer escuchar nuestros sueños y la sensación de vorágine nos aturde. Necesitamos patrimonio porque así se construye la posibilidad de hacer memoria material de una ciudad que nos abandona, de salvaguardar algo en medio de este flujo irrefrenable.
Como mi hijo con sus tesoros, los ciudadanos tienen derecho a decir también "esto no: esto no se bota; esto se guarda porque significó algo especial; porque quiero crecer viéndolo y mostrarlo a mis hijos en el futuro".