Aunque pueda parecer intempestivo, me gustaría reflexionar sobre una representación de la muerte. Se trata de "Et in Arcadia Ego", de Nicolas Poussin. En la pintura figuran tres campesinos o pastores conversando. Están en el campo. Visten envueltos en sencillos mantos de un solo color, parecen de otra época -antigua, seguro-, pero no se puede precisar bien cuál. Recuerdo este célebre cuadro de memoria. Los hombres llevan, además, un largo bastón. Hay rocas, yerba abundante, árboles bajos, suaves colinas, pero el paisaje es dominado por un pesado monolito de piedra -acaso una tumba- y los pastores parecen intentar descifrar una borrosa inscripción en él. Lo más inescrutable de la pintura es la figura de la derecha, que parece provenir de otro mundo: es una bella e imponente mujer, abundante y lujosamente vestida. Tiene un aire estatuario y sosegado, aunque el pintor la representa posando, con un sereno gesto, su mano sobre el hombro de uno de aquellos, el más joven, quien, a su vez, la mira. Es un gesto de consuelo y de ligera admonición, como si le dijera "sí, no hay remedio, también aquí, la muerte"; o bien, "es verdad, cálmate, yo les voy a explicar su significado".
¿Quién es esa mujer? Parece una alegoría, no el retrato de un individuo; incluso podría pensarse que de la misma muerte.
Me gusta creer, no obstante, que el tema de la pintura es la consolación filosófica: la razón, la Sofía, confirma -no niega- la realidad de la muerte, pero a la vez da argumentos en favor de la vida y la alegría. Como la pintura es poesía muda, su consolación es sin palabras, solo se funda en el gesto, la mirada, la fuerte presencia. El contraste entre el frío y abandonado túmulo funerario -cuyo sentido aquellos hombres desconocen e inquieren- y la majestad y quietud espléndidas de la mujer parece representar una forma de supremacía de la razón sobre la muerte; mientras esta es un vestigio olvidado y triste, aquella, inconmovible y soberana, está sana, hermosa, en la plenitud.
La Arcadia de Poussin es un paraje en que los hombres se han dichosamente olvidado de la muerte, donde la muerte es algo tan remoto y lejano que necesita ser descifrada, recordada, explicada. La muerte misma yace en una tumba. Pero incluso allí, en ese idilio -antigua, encubierta, perdido su sentido por los años y el olvido-, persiste, recordándonos que ningún lugar, compañía ni circunstancia nos mantiene a resguardo de ella y que todos, incluso los que viven una vida de sencilla inocencia, permanecen sujetos a su sino. Pero esa verdad irrefutable palidece ante la presencia enigmática y poderosa de la mujer consoladora.
Como la pintura es poesía muda, su consolación es sin palabras, solo se funda en el gesto.