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Editorial
Sábado 02 de enero de 2016
La equivocada gratuidad universitaria
Es de esperar que la actual falta de fondos para universalizar la gratuidad dé tiempo para reconsiderar el camino seguido y sus negativas consecuencias para la educación superior...
La gratuidad de la educación superior se está instalando en el país como un derecho social. A pesar del atractivo que tiene para las familias no pagar por la educación terciaria de sus hijos -y por ello, para los políticos el ofrecerlo-, hay numerosas razones que indican que se trata de una política equivocada.
Destinar recursos a alumnos cuyas familias pueden pagar su educación superior obviamente distrae fondos que se podrían aprovechar mucho mejor en otras actividades socialmente prioritarias -educación prebásica, básica y media, entre otras-, pero aun si el Estado tuviese todos los recursos necesarios para la gratuidad universal, se trataría de una mala política.
Por de pronto, quienes reciben una educación gratuita tienden a valorizarla menos y, en consecuencia, a destinarle menos esfuerzos. Por otra parte, la gratuidad para los alumnos no significa gratuidad para el Estado. Este debe pagar por dicha educación. Para ello requiere estimar, por medio de modelos teóricos y para cada categoría de universidad, los costos en los que ella incurre para cada programa o carrera, para luego rembolsárselos como aranceles. Resulta irónico constatar que quienes abogan por quitarles el carácter mercantil a los estudios terminen de manera implícita haciendo precisamente eso.
Pero eso no es todo. Adicionalmente, como el Estado solo reconocerá los modelos de costos con los que ha hecho sus cálculos, las opciones de las universidades para innovar se limitan, pues hacerlo implica arriesgar no ser consideradas susceptibles de reembolso financiero. Asimismo, el Estado, enfrentado a crecientes requerimientos económicos provenientes de sectores ajenos a la educación superior, tenderá a limitar sus aportes a esta, condenándola a seguir los criterios de la burocracia encargada de fiscalizarla y vigilarla. Todo lo anterior acota la autonomía de dichas instituciones, empobrece sus proyectos y devalúa su vida académica, desincentivando su actual atractivo.
Un escenario de ese tipo facilitará que las instituciones de educación superior que no adhieran a la gratuidad, y que, en cambio, opten por modelos filantrópicos o con fines de lucro altamente eficientes -en los casos legalmente autorizados-, puedan competir con ventaja frente a las gratuitas. El resultado sería un sistema más segmentado y segregado que aquel que se intentó construir mediante la gratuidad. Es de esperar que la actual falta de fondos para universalizar la gratuidad dé tiempo a la clase política para reflexionar, de modo que en el futuro reconsidere el camino seguido y sus negativas consecuencias.