Una mirada aguda, por momentos punzante y no exenta de sus gotas de cinismo, en torno a aquellos ideales y sueños que se quedaron en el camino, porque -parafraseando a los Rolling Stone- no siempre se puede obtener lo que uno quiere, es la que arroja "Un fin de semana en París" -"Le week-end"- sobre la pareja sesentona que tiene como protagonista.
Comedias, con más o menos tintes dramáticos, como "El Exótico Hotel Marigold" (1 y 2), "Un viaje de diez metros" (Helen Mirren), "Mi vieja y querida dama" (Maggie Smith) o "Ruth y Alex" (Diane Keaton, Morgan Freeman) se han hecho cargo de un dato demográfico: los mayores de 60, 70 (y más) ya suman un buen número de la población. Parece atendible, entonces, que surjan historias que tengan en el centro a ese segmento etario.
Pero, por lo general, en este afán el cine ha sido más bien dulzón e indulgente, con resultados dispares, sino fallidos de frentón.
Michael Hanecke, en cambio, nos mostró el lado más duro de la vejez, en esa obra de arte que se llama "Amour".
Equidistante de estas dos puntas, Roger Michell ("Notting Hill") y Hanif Kureishi (novelista, dramaturgo, cineasta) -en la dirección y guión respectivamente- consiguen con "Un fin de semana en París" enfocar con un tono realista y cotidiano la problemática de una pareja algo mayor, ambos activos, pero sin demasiado margen de tiempo para resolver asuntos pendientes ni obtener lo que ya no se consiguió.
Se trata de un drama en serio, nunca solemne, tan cargado de humor y líneas de diálogos deliciosas que incluso llega a arrancar carcajadas por lo sorprendente.
Meg (Lindsay Duncan) y Nick (Jim Broadbent, un actor de reparto profusamente premiado) viajan en tren desde Birmingham a París a celebrar sus 30 años de matrimonio. Han reservado el mismo lugar donde pasaran su luna de miel, para, no más llegar, constatar que está francamente venido a menos.
Resuelta a concretar lo que han decidido hacer -disfrutar París- Meg arrastra a Nick y, tarjeta de crédito en ristre, se trasladan a un elegante hotel. Ninguno de los dos es uno de eso personajes "turísticos" de Woody Allen: él es un profesor de filosofía, que alguna vez fue un brillante intelectual en una universidad no muy reconocida, y ella hace clases de biología. Tienen una casa y un hijo inútil -casado y con hijos, al que le han comprado una vivienda- que solo quiere seguir dependiendo de ellos.
Meg y Nick vienen de vuelta de Brecht, Pink Floyd y Gramsci -de los 60 y los 70 en general-, miran con descreimiento la corrección política imperante y ella ya no es "la talibana feminista" que él conoció. Pero Meg no ha morigerado en nada su carácter decidido e impaciente, y una cierta actitud de "no tengo mucho que perder" parece haberse desatado en ella. A veces divertida y siempre arrojada, alterna la ironía -con frases del tipo "siempre estás a punto de escribir un libro o de redecorar el baño"- con la ternura.
El conflicto que arrastra Nick, esa parálisis vital que ha oscurecido su genio, queda al desnudo cuando se encuentran con Morgan (muy bien Jeff Goldblum), un ex compañero de Cambridge, hoy un rico y exitoso autor, que los invita a una cena cool en su elegante y gran departamento.
"Eres demasiado serio, ¿has dicho algo ligero en toda tu vida?", le larga sonriente Morgan.
Momento de catarsis, el humor se torna ácido -nunca amargo- y hasta un poquitín negro, deslizándose un cierto cinismo descreído, del que Meg lleva el pandero.
Son la generación por excelencia del "queríamos arreglar el mundo". Y el mundo está como está.
(En cartelera).