Hasta fines del siglo XIX, la Navidad fue una fiesta que se vivía en la calle. Inicialmente en la Plaza de Abasto y luego en La Cañada, se instalaba una feria donde los transeúntes podían comprar bebidas y frutas y bailar un pie de cueca. Una larga hilera de puestos, con ventas de fruta a un lado y chinganas con música al otro, se extendía por varias cuadras. La abundante generosidad estival transformaba al evento en un carnaval sensorial. Ricos y pobres se juntaban en la Alameda; los niños tiraban petardos y hacían la bullanga, se bebía en abundancia y, bien pasada la medianoche, recién se comenzaba a guardar la parte más conservadora de la sociedad santiaguina detrás de sus muros de adobe.
En 1872 se buscó separar la deliciosa venta de comida de los populares rincones de jarana, relegando a estos últimos en el extremo poniente de la Alameda. A partir del año siguiente, el flamante cerro Santa Lucía fue el centro de una fiesta navideña más acorde a los gustos asalonados. La exuberancia de lo carnavalesco dejó de ser celebrado por las élites y, en cambio, se instaló una mirada que vio esas prácticas como algo grotesco.
Muchas cosas se confabularon en contra de las celebraciones masivas en esa época: el incendio de la Compañía, que arrojó sombra sobre la idea de las mujeres deambulando hasta tarde en las fiestas religiosas, y las pestes de cólera, como golpe de gracia a la feria de la Alameda. Se culpaba a la fruta verde, sin sospechar que la apetecida "breva curada", o fermentada con una pequeña inyección de estiércol, era en realidad la causa de las masivas intoxicaciones.
Paralelamente, se instalaron las primeras casas comerciales que promovían la costumbre de regalar objetos en la Navidad. Poco a poco, el rito se tornó doméstico, íntimo y reservado. La policromía frutal, las velas refulgentes de las misas y la cueca al son del arpa fueron reemplazadas por el árbol encendido y los villancicos familiares. Las damas de buena crianza supieron preparar la cena para los suyos y la calle se fue quedando en silencio.