La crueldad inenarrable con que los carteles mexicanos martirizan a sus víctimas -seres humanos que se atraviesan en sus planes- se lanza a la cara del espectador en las primeras secuencias de "Sicario". No se trata de escenas gore para espantar públicos algo sadomasoquistas y ni siquiera transcurren en ese infierno en la tierra que se conoce como Ciudad Juárez.
Es Arizona, EE.UU. Allí, en una casa perdida en medio de la nada, se ha cruzado la frontera, se ha trasladado una porción del terror, el odio y la violencia sin ningún control a este lado del puente.
Un grupo de asalto de fuerzas policiales y el FBI irrumpe con armamento pesado. Encuentran algunos guardianes más o menos desprevenidos y lo que queda de los rehenes que activó la operación. Los balazos, la sangre, el enemigo aniquilado es lo de menos. Lo terrible es descubrir la industria de la muerte literalmente detrás de las paredes.
Kate, una joven agente del FBI (Emily Blunt) y su compañero, un tipo rudo, que ha estado en la guerra, salen a vomitar.
Es su encuentro con la atrocidad normal del otro lado de la frontera. Es también la insolencia del cartel de Sonora que ha osado trasladar ese mundo tan lejano y tan cercano a tierras estadounidenses. Un avance que no será tolerado.
La estremecedora película -magníficamente filmada- del canadiense Denis Villeneuve (autor de la extraordinaria y trágica "Incendies") se relata desde los inquietos ojos de Kate, una agente que cree en la justicia, en los derechos y en la ley y que es elegida para integrar un comando especial para enfrentar el narcotráfico. El grupo lo lideran un policía desparpajado y ambiguo, Matt (Josh Broslin) y un singular personaje, Alejandro (Benicio del Toro), un tipo sombrío, del que poco sabemos.
Con ellos cruzará aquel puente en un operativo que significa atravesar las intimidantes calles de Ciudad Juárez y sus atrocidades a la vista, sacar un prisionero de la cárcel y regresar con él -todos vivos- a EE.UU.
El interrogatorio no lo vemos, ni Kate ni nosotros.
Por momentos uno siente que "Breaking bad" es una sitcom.
En "Sicario" el bien y el mal son un solo amasijo, la corrupción rampante que hay en un lado tiene su correlato algo más sofisticado en el otro; la moral es relativa en la suerte de guerra sucia que Alejandro y Matt tienen entre manos. La defensa de lo legal y los derechos que han de respetarse en una sociedad civilizada que hace Kate choca con la urgencia de frenar el horror que amenaza con descontrolarse y con el padecimiento de inocentes martirizados. Y con su propia supervivencia.
A los ciudadanos ¿se les puede proteger de grupos bien organizados en torno a una cultura de muerte mediante leyes, órdenes judiciales y un sistema que garantiza sus derechos a todos?
Y si no, ¿hay que retroceder a "Harry el sucio"?
"Sicario" arroja preguntas sin responderlas, mientras la tensión no afloja.
Un manto grisáceo desdibuja cualquier intento por clasificar personajes como malos y buenos.
Lo que sí hay es víctimas, algunas más inocentes que otras. Como esa masa de seres humanos -familias, muchas- intentando escapar del infierno; solo que las puertas del cielo no están abiertas.
O ese niño que se quedará sin padre y que nunca sabrá cómo es que su progenitor se ganaba la vida.
La propia Kate mascará la amargura.
"Sicario" nos interpela, a nosotros, aquí, ahora, de manera inquietante.
El pulso resuelto con que filma Villeneuve -sin hacer jamás pornografía de la violencia- impide apartar los ojos de la pantalla.
De los buenos estrenos de lo que queda del año. No se la pierda.
(En cartelera).