Nos quejamos de que la gente quiera siempre hablar de sí mismas, de sus vidas, de sus logros, hasta de sus penas.
Nos quejamos también de ser desconocidos en muchos aspectos importantes de nuestra personalidad por amigos, compañeros de trabajo, familiares.
Nos quejamos de no poder confiar en otros, porque no sabemos al final quiénes son de verdad y el miedo nos hace cautos, hasta desconfiados.
Hay una manera de vencer los monólogos, de vencer el miedo ajeno, de que otros se interesen por conocerme, en mis penas y pesares, en mis alegrías. Haciendo preguntas.
En cualquier conversación, cuando alguien habla, necesita saber si los demás lo escuchan, si están interesados por lo que dice. Lo habitual es que el interlocutor entonces hable de sí mismo, como si esto fuera un diálogo por turnos. Si el otro en cambio pregunta respecto de lo que su interlocutor dice, lo que sucede es que cambia el clima.
Desde la ansiedad a la paz, algo como si nos hubieran dado una cariñosa palmadita en el hombro. Algo como ser confirmado en mi calidad de ser humano, algo como amistad, algo que repara un poco la soledad en que todos vivimos.
No hay tiempo. Es cierto. Pero aun en el corto tiempo que dedicamos a la comunicación más íntima, sí hay tiempo para preguntar.
Ojo, los hombres son los peores. Escuchan y siguen con lo suyo. No dicen: "Y tú qué piensas de lo que te digo...", que sería lo lógico en un diálogo. No. Las mujeres se quejan mucho de que sus parejas nunca preguntan y ellas hablan solas. Culpa mutua. No hay que hablar si el otro está esperando que terminemos para seguir. Hay que preguntar. Porque en las preguntas uno también se muestra, participa, se comunica.
Propongo probar. No haciendo las preguntas de rigor de la vida cotidiana. Preguntando otras cosas. Veamos si es verdad que algo pasa, no solo en las parejas, en toda relación.