La película "Chicago Boys" confunde, omite y hasta equivoca lo que significa ser formado en la Escuela de Economía de Chicago. En su parcial búsqueda de los responsables de lo que interpreta como un malestar social, sumado a su revisión de los inexcusables atropellos a los derechos humanos, el filme termina castigando injustamente a la universidad, cuestionando su esencia y perdiendo la oportunidad de utilizarla como un ejemplo de lo que tanto le falta a Chile: más competencia.
Y discúlpeme lo autorreferente, pero el contenido de la película me obliga a serlo. Como muchos que durante la última década nos graduamos de la Universidad de Chicago, la decisión de estudiar allí no pasó por un convenio con la Universidad de Chile o Católica. Tampoco fue motivación la contribución de un puñado de ex alumnos a la transformación económica del país. Personalmente, antes de partir a Chicago no tenía ni amigos ni conocidos que hubiesen estudiado allí o estuviesen haciéndolo (por suerte ahora tengo muchos). No conocía Hyde Park, ni O'Hare, ni nada.
Entonces, ¿por qué ir a Chicago? Fácil: La ambición más pura. La ambición de obtener la mejor formación económica posible, en un lugar donde se premiase el esfuerzo y promoviese la competencia, en donde existiese absoluta libertad para plantear y debatir ideas. Y Chicago cumplía, cumple y seguirá cumpliendo todas esas condiciones, pues es parte de su esencia (¿o no son unos Chicago Boys los que critican a otros Chicago Boys en la película?). Porque ahí no solo se enseña la libertad para elegir, sino que también se vive la libertad para pensar y surgir.
Por eso, a diferencia de lo que ocurre en otras universidades top , donde el pituto más que el currículum es lo que decide la admisión, el real desafío en Chicago no es comenzar el programa, sino terminarlo. Y una vez admitido, no importa la cuna, el país, el idioma, el género, la raza, la orientación sexual o las preferencias políticas. Todos los alumnos compiten bajo las mismas reglas. Si no llegas preparado a un examen, lo repruebas; a un debate, lo pierdes, y si no rindes, te echan. Así, si no estás dispuesto a competir, mejor no ir a Chicago.
Es simplista plantear que los problemas del Chile de hoy se encuentran en la influencia de Friedman o Harberger (o Sjaastad) sobre sus alumnos. De hecho, si Chicago es responsable de algo, es precisamente de no haber seguido atrayendo a fines de los 80 y en los 90 a un número importante de chilenos que pudiesen haber jugado roles clave en las políticas públicas en democracia (¿no habrá sido la alta exigencia lo que realmente los alejó?). Pues, a la luz del paupérrimo nivel del debate actual, vaya que hace falta la rigurosidad técnica, la capacidad para disentir constructivamente y el deseo de hacer las cosas bien, tan propia de profesionales formados bajo ambientes competitivos y meritocráticos como el de Chicago.