Tercer montaje que dirige Manuela Oyarzún a partir de una idea y dramaturgia propias, "Nunca acabar" destaca, sin duda, por sus logros audiovisuales y tecnológicos pulidamente elaborados. Pero tanto o más que "Cabeza de ovni", de 2006, y "Surabai", de 2010, ratifica que esta talentosa actriz al crear sobre el escenario despliega una imaginación tan desbordadamente libre que sus frutos suelen intrigar y parecen hasta excéntricos, en tanto su sentido se vuelve recóndito.
Otra vez con respaldo de Fondart explora ahora un tipo de lenguaje nuevo para ella, una propuesta sensorial centrada en la imagen y el gesto corporal. Con mínimo texto oral (que se oye en off pregrabado), provee una suerte de evocación o reflejo a través de los sentidos, de la mente infantil multiestimulada por juegos y cuentos; de cuyo impacto -busca demostrar- deriva el aprendizaje y conocimiento de sí mismo y de la vida, e implica de algún modo internalizar una sabiduría ancestral.
La inventiva y hallazgos formales son innegables en la generación de seductoras visiones mediante la técnica llamada 'mapping', o mapeado. Imágenes en movimiento se proyectan sobre los cuerpos de los seis ejecutantes que evolucionan enfundados en mallas sobre un fondo neutro. Hay también otros variados efectos lumínicos, máscaras, trajes fosforescentes y mantas 'patchwork'; todo acompañado de sugerente música de sonido futurista y ruídica a veces estereofónica.
En un par de ocasiones se canta en vivo desde un costado. Lo cual resulta bonito de ver por lo atractivo y cambiante. Pero salvo algunos juegos identificables en los cuadros iniciales, cuesta definir y clasificar qué es lo que estamos percibiendo. Por su estilización abstracta lo asociamos en principio a los filmes de animación experimental que hizo el canadiense Norman McLaren décadas atrás; luego adquiere un carácter más próximo al videogame y la gráfica digital. Es al menos curioso que Oyarzún haya querido aludir a la experiencia íntima de la niñez, con un formato visual tan cibernético y deshumanizado; todas sus figuras carecen de identidad y rostro, lo llevan tapado. Sin emociones, en la escena campea la virtualidad, no la vivencia humana.
Así el resultado, de endeble estructura, tiende a no significar nada, cuando la pregunta por el sentido es primordial en toda creación artística. Tampoco queda claro su estilo. Es teatro, pero carece de humanidad, y sus actores en rigor no representan; emplea recursos de la expresión corporal, pero no es danza ni pantomima. Tal vez sea una forma de arte visual en vivo tributaria de la informática. Entre tanta interrogante, la entrega distrae el ojo, pero los 75 minutos que se toma cansan.
Teatro de la Palabra. Jueves, viernes y sábado,
a las 21:00 horas, hasta el 12 de diciembre.
Entrada general: $6.000.