La Academia Sueca actúa en mi vida de lector un poco como la lotería de Babilonia del cuento de Borges. Es imposible adelantar los designios de su lógica que saca de no se sabe dónde un chino, un caribeño, un turco que de pronto todo el mundo parece conocer de toda la vida. Cuando te acostumbras a esos aparentes caprichos nórdicos, le toca a Vargas Llosa, Günter Grass o Modiano. Uso la metáfora de la lotería de Babilonia de adrede. Una de las más grandes ausencias del Nobel es, por cierto, Jorge Luis Borges. Aunque si se piensa bien, en su injusticia la lotería de Babilonia logró ser al mismo tiempo justa y caritativa. Le dio al argentino la inmortalidad sin el peso de tener que cargar con ella.
A un lector que testarudamente solo hubiese leído a los Nobel le faltaría Proust, Tolstói, Joyce, Kafka, Green, Nabokov y Parra. Le faltaría de alguna manera el siglo XX completo, aunque no le faltaría Faulkner, Camus, de alguna manera Sartre, Paz, Eliot, Neruda, Naipaul, Beckett y Bellow. Tendría, además, a Pirandello, Kawabata, Mistral, Mauriac, Ôe, Canetti, Montale, Bashevis Singer, una serie de nombres raros, una serie de marginales geniales o no, una serie de desconocidos que el Nobel resucitó del limbo de sus literaturas. La cabeza del lector de Nobel sería menos ordenada del que se niega a leerlos, pero más diversa y, en cierto sentido, más original.
La última galardonada cumple con todos los prejuicios de los que creen que este es un premio más geopolítico que literario. Svetlana Alexiévich es mujer, es periodista y es bielorrusa, un país medio inventado al oeste de Rusia. Es esas tres cosas de una manera exagerada, de una manera obsesiva, que lleva fatalmente a la gran literatura. La materia misma de su obra son las voces reales de personas que vivieron algunos de los más aterradores acontecimientos del siglo XX (la guerra mundial, el desastre nuclear, el auge y el derrumbe del comunismo). Lo hace desde una provincia más o menos olvidada del imperio. Recoge girones de lenguajes, restos de discursos de amor u odio, milagrosas reliquias de palabras que sus personajes usan como antes usaron sus íconos religiosos, restos de algo sagrado que no vale nada en el comercio, y lo es todo para ellos.
Los periodistas no somos objetivos, ya se sabe, pero hay cierto heroísmo en intentar el fracaso de serlo. Svetlana Alexiévich ni lo intenta. Cuando quiere hablar ella, se entrevista a sí misma y dice con pasión que la historia que cuenta es siempre la suya. Cuando entrevista a los demás calla las preguntas, pero es fácil adivinarla hurgando en las casas de sus entrevistados. Es imposible no verla en cada párrafo comulgar con los que escucha. Gente que se parece tanto a ella como puede parecerse un personaje de ficción con el autor de una novela. Seres de carne y huesos que parecen emanaciones de sí misma, fantasmas de un yo estrellado en mil pedazos por los inverosímiles hechos que le tocó contar.
No puedo al leerla dejar de pensar en el Edgar Lee Master de Spoon River o el Raúl Zurita de Zurita . Los vivos que hablan en los libros tienen la libertad y la demencia de los muertos de Juan Rulfo (otro que no recibió el Nobel porque se lo merecía demasiado), quizás porque el mundo en que crecieron está muerto, quizás porque le tocó vivir varias vidas separadas por el fuego.
¿Son esas sucesivas tragedias lo que le hace conservar ese candor en la voz, esa inocencia a las voces que Alexiévich convoca? Porque en esos libros en que solo pasan cosas terribles brilla por pedazos una especie de felicidad salvaje, la idea perpetua de paraísos perdidos que son capaces de encontrar incluso en los bosques radiados de Chernobil.
Chéjov, en quien uno no puede evitar pensar leyendo a Alexiévich, intentó también ser reportero una vez. Se fue a la isla de Sajalín, a ver el estado de los presos del zarismo. Su informe, lleno de estadísticas, de denuncias, de hechos que buscaban alterar el destino de los presos, fue de alguna forma un fracaso literario. Un fracaso relativo porque Chéjov no quería escribir en su informe literatura, sino usar esta para darle más color a un trabajo que tenía ante todo objetivos de salubridad pública y de denuncia política. Todos los especialistas coinciden sin embargo que algo en su estilo después de la visita a la isla maduró. Fue también la época en que se lanzó al teatro, el mejor que se ha escrito en el siglo XX. Los suecos de la lotería de Babilonia no alcanzaron a adivinar lo que tenían bajo sus narices. Chéjov, como Tolstói, murió sin el premio. Al primero no lo vieron por morir demasiado joven, el otro por morir demasiado viejo. La lotería de Babilonia detesta que le dicten qué hacer, Tolstói era tan evidentemente premiable que no lo premiaron. Me resulta consolador pensar que la lotería de Babilonia esperó 100 años para encontrar un Chéjov mujer, un Chéjov que vuelva de la isla de Sajalín y pueda hacer lo que el Chéjov original no quiso hacer, unir denuncia y cuento, literatura e informe.