David Pizarro y Humberto Suazo son dos tipos básicamente frustrados. Abiertamente intolerantes al fracaso individual cuando a lo largo de gran parte de su trayectoria han abrazado el éxito.
Pero son dos futbolistas respetables: uno, con opinión formada sobre el contexto del estado de situación que le rodea y las expectativas que genera su presencia en una hinchada llena de pretensiones; el otro, con un subyacente sentimiento de deuda con el pueblo colocolino que le cuesta tanto expresar como la dosis de culpa y vergüenza que debe sentir por haberse salido de madre y ser despedido del club de su vida.
Es indesmentible que el experimentado Pizarro se condujo como un inexperto. Mandó recados a través de la prensa italiana que nunca manifestó frontalmente en Wanderers y reveló su incomodidad general. Apuntó al corazón del hincha que lo acogió como un ídolo y a un club que, dentro de sus limitaciones, apostó por su retorno a Chile. Algo similar le sucedió a Suazo, quien canalizó su evidente malestar a un cuerpo técnico que -según el propio delantero- careció de la flexibilidad para reubicarlo más cerca del arco y así darle la opción de responder a las crecientes críticas por su bajo rendimiento.
Se puede disentir por la forma que Pizarro verbalizó sus críticas, aunque no en el fondo argumental que apuntó directamente a la desjerarquización de la competencia interna, el penoso entorno de estadios semivacíos, el desequilibrado interés directivo por la selección y a más de alguna precariedad institucional. Y si también no es presentable que Suazo insulte a uno de sus jefes porque lo sustituyeron, es comprensible que un jugador de su peso específico sienta que merece un trato técnico que explote los atributos por los que su club hizo un gran esfuerzo cuando lo contrató.
El de David Pizarro fue un análisis que no reportó novedad, pero que sí adquiere relevancia cuando procede de un futbolista de categoría cuyo diagnóstico trascendió a su puntual estado de decepción. Se equivocó en el cuándo y en el dónde. Acertó plenamente en el qué. Y si después tuvo que morigerar su discurso de incomodidad con Wanderers, nobleza obliga. En lo esencial, Pizarro no se retractó de su cuestionamiento profundo, que dista bastante de la conducta voluntariosa de un malagradecido como se puede interpretar.
La rebeldía de Suazo no es un fenómeno aislado, pero sí amerita una segunda lectura cuando se explica desde la perspectiva de un ídolo que llegó a cerrar su carrera en su tierra natal, y lejos de hacerlo, dejó la impresión en sus últimos partidos de que cada juego era un desafío para justificar su millonaria contratación. Y en esa lógica, su inmediata salida de Colo Colo sí da pie a pensar que la incomodidad de "Chupete" era proporcional al nivel de intolerancia de los directivos.