La elaborada teatralidad de "El amor de Fedra", con su diseño escénico de gran espesor visual, atrae -al menos en principio- en el estreno de una de las escasas piezas no representadas en nuestro medio de Sarah Kane, la dramaturga contemporánea por definición 'de culto' debido al aura trágica de su talento provocativo y contracultural (la depresión endógena que padecía la llevó al suicidio a los 28 años, en 1999). Que es asimismo la única reescritura de un tema mitológico abordado -a los 24- por la inglesa autora de solo otras 4 obras.
Kane actualiza la leyenda acerca de la princesa cretense que se enamora de su hijastro, y despechada por su rechazo lo acusa de violarla y se suicida (antes vertida por Eurípides, Séneca y Racine), en un entorno atiborrado de signos de la cultura 'pop'. Pero el montaje además provee una enorme pantalla en la que se proyectan cambiantes imágenes que aportan el recargado fondo escenográfico, otras que enriquecen o comentan la acción, y aún otras generadas por una cámara en escena. Lo que no deja dudas de que estamos ante el reflejo de una sociedad decadente y en descomposición, obsesionada por el consumo, el hedonismo y el sexo, que le rinde culto sobre todo a la tecnología y a la imagen.
El breve y sintético texto cuya escenificación plantea un reto desplaza el protagonismo de Fedra a Hipólito, retratado como arquetipo del joven actual, adicto a la comida chatarra, la TV y el sexo, amoral y anestesiado emocionalmente. Con ironía supone que él no rechaza a su madrastra por casto, como dice el mito, sino porque es un sexómano compulsivo. También contiene ácidas alusiones a la familia real (un par de años antes de morir Lady Di), que aquí no logran resonar.
Como en su anterior propuesta, "Santiago High Tech", el director Francisco Krebs vuelve a priorizar el despliegue tecnológico y gasta grandes esfuerzos en ello. Pero por complejo e impresionante que éste parezca, pronto la escena se queda sin sustento dramático. Lo que se puede atribuir a que su enfoque no da con el tono preciso. Kane concibió una comedia (ella hablaba de "mi comedia") a su manera; es decir, una de feroz mordacidad, salvajemente sarcástica. Y no hay rastros de humor en este resultado, tampoco del ánimo subversivo que podría explicar los excesos, y hay muchos: incesto sugerido, sexo oral, masturbación, etc. El entorno visual sugiere más bien un aire grandioso, poético, hasta onírico (pensamos en los caballos al galope que vemos varias veces).
La entrega se vuelve plana también porque Krebs descuidó a los personajes, que debieran ser contradictorios y más enjundiosos, y no lo son, y a sus actores. Hipólito, que aquí no es un gordinflón, se revela de partida como un patán repulsivo de puro egocéntrico, y sigue así, sin matices, hasta el final. Algunos se pueden reír nerviosos por los desbordes, pero no hay provocación o insolencia en ellos, ni desesperación, menos aún el lado ridículo del vacío y el horror.
GAM. De miércoles a sábados, a las 20:30 horas.
Entradas: $3.000 est.; $4.000 Tercera edad y $8.000 general.