"En los cafés nos es dada la posibilidad de sentir que existimos a través de la mirada de los otros", afirma en una entrevista el antropólogo Marc Augé, que recientemente ha publicado un ensayo sobre estos lugares de encuentro a mediana distancia. Augé pone a los cafés en la órbita de la soledad, acicateada por las formas actuales de vida. Permanecer en ellos, considera, equivale a exponerse parcialmente a los demás, a los amigos ocasionales y a los habituales. Equivale a estar medianamente disponibles.
En su concepto, la actitud frecuente del cliente de cafés es la de la pasividad atenta. El marcaje del tiempo cotidiano es, al interior del boliche, distinto al que se produce en las calles de la ciudad, proclives a todas las urgencias. "Sentado en el café cuentas el día/ el año, no sé qué, cuentas la taza", escribió Miguel Arteche aludiendo a ese estado mental del que distrae el tiempo en un aparente no hacer nada.
Para un escritor, muchas veces la inactividad es una forma de trabajo. Esto es difícilmente entendible para los que no han pasado por la experiencia de llenar con algo la pantalla en blanco. Arrellanarse en el banco de un parque, pasar un par de horas tirado en el rectángulo de una cama o demorar sucesivas tazas de café en una mesita que es una especie de isla: todas estas inmóviles conductas son necesarias para despertar en la conciencia un flujo parecido al pensamiento.
Otros propician, con el mismo propósito, las caminatas o los viajes. Como sea, el objetivo en todos los casos es sacarle el cuerpo -y la cabeza, sobre todo- a los enrolamientos, a los ritmos ajenos, al carrusel de los deseos y de las necesidades en cuya plataforma giratoria podemos terminar sobrecorriendo para no perder el equilibrio.
A veces me han dicho que en vez de pasar todos los días por el café de rutina, me saldría más barato y más cómodo prepararme el café de grano en mi propia casa, donde por lo demás estaría más tranquilo, fuera del radio de los lateros. No, por nada del mundo. Que evite asistir a fiestas y comidas no significa que huya del trato humano sino más bien de la transferencia de ansiedad que se produce en estas circunstancias.
Es probable que uno de nuestros miedos más profundos sea el de la insignificancia. Convertirnos gradualmente en seres invisibles. Pasar al otro lado sin que nuestra existencia haya incidido un ápice en el curso del mundo. Y en un plano menos metafísico: no importarle a nadie un soberano pepino, que nadie nos dedique un segundo para saber si estamos vivos o muertos, con trabajo o cesantes, viviendo en Santiago o en una ciudad dormitorio a cien kilómetros. En este sentido, lo que dice Augé es muy certero: una de las condiciones estructurales del café es esa visibilidad. Por tanto, se podría decir que uno acude a esos lugares a ver y a ser visto, y esto no tiene nada que ver con la vanidad sino con la sobrevivencia psíquica.