Hay países que traducen y países que "se traducen". Francia y Alemania, por ejemplo, se cuentan entre los países europeos que más literatura extranjera traducen; Estados Unidos traduce proporcionalmente mucho menos y siempre, salvo excepciones, "a la segura", o sea libros que han demostrado su capacidad de "seducir" a los mercados locales u otros. En el extremo opuesto, Finlandia, Suecia y los países escandinavos en general están obligados a "traducirse". Un caso de escuela al respecto es el descubrimiento de la novela negra sueca y noruega: en la estela de la saga "Millenium", el resto de Occidente descubre una sociedad (en sus aspectos más sombríos) vehiculada por un género literario. No ocurre lo mismo con los países del este de Europa; Rumania, por ejemplo, que tiene una tradición poética insospechada, es un país del que raramente nos llega algún eco literario, fuera de los intelectuales "parisinos" de los años 50 del siglo pasado, Mircea Eliade, Eugenio Ionesco, Emil Cioran y del actual novelista Mircea Cartarescu, ¿sabemos algo de la literatura rumana? Un caso diferente es el de la literatura checa; Kafka, a quien tanto le gustaban los oficinistas y empleados de todo tipo, actuó como un verdadero "vendedor viajero" (o "vector viajero") de la tradición praguense. ¿Pero qué pasa con los escritores eslovacos, lituanos, letones y del complejo mosaico de culturas ex yugoslavas? Los escritores de los países -o sea, de las lenguas y las culturas- hasta hace poco llamados "periféricos" cuando llegan hasta nosotros lo hacen avalados por su difusión en culturas hasta hace poco llamadas "centrales": nos llegan en traducciones españolas, generalmente precedidos por algún grado de difusión en Alemania, o en Francia o Estados Unidos. El caso quizás más elocuente al respecto es el de Witold Gombrowicz, el conde polaco que fue casi toda su vida portero de un banco bonaerense y pasó casi todas sus noches escribiendo en un miserable cuartucho de azotea una obra tan original y absurda que llegó a interesar a un reducido grupo de jóvenes intelectuales porteños, entre los cuales estaba Ricardo Piglia. Si no fuera por ellos y su empeño en traducir al español parte de la obra "patafísica" de Gombrowicz, el editor francés Christian Bourgois nunca habría podido leerlo. Pero lo leyó, lo tradujo al francés y a partir de allí Gombrowicz tuvo el reconocimiento internacional del que disfrutó hacia el final de su vida.
A la inversa, hay muchos escritores pertenecientes a esas tradiciones "centrales" -me perdonarán los científicos sociales adeptos de la posmodernidad, que suponen que ya no existe "centro" ni "periferia"- cuya obra ha quedado sepultada bajo el peso de una tradición demasiado rica y difundida. Es el caso del último Nobel francés, Patrick Modiano, de cuya obra, antes de que fuera reconocida por la Academia Sueca, apenas se conocían tres o cuatro novelas en español. Cuando digo "se conocían", digo que habían sido traducidas, no necesariamente leídas. Un caso más dramático (si algo puede ser "dramático" en estas lides y no sencillamente risible o "sonrisible"), es el de Marcel Aymé, un escritor de un humor y una negrura extraordinarios (acaso porque fue, como Faulkner y Cabrera Infante, un notable guionista de cine) de cuya obra solo existe en español, que yo sepa, un espléndido conjunto de relatos titulado El vino de París , publicado nada menos que en nuestro país (perdónese la cacofonía, como diría Borges), en no menos espléndida traducción de Catalina Uribe. Opacados por Malraux, Sartre y Camus, escritores tan importantes como Roger Vailland (un novelista de una extraordinaria agudeza psicológica y acaso el único escritor comunista francés que valga la pena, sin contar a Aragon, claro, pero Aragon es bueno cuando es surrealista, no cuando es comunista) y Louis Calaferte (una especie de Henry Miller avant la lettre ) no han atravesado nunca las fronteras de su idioma.
En América Latina pasa algo parecido, si le creemos a ese axioma según el cual lo único que nos separa es la lengua. Probablemente no nos traducimos, pero nos adaptamos. ¿O alguien es capaz de leer a Rulfo o a Cortázar sin necesidad de interpretar la música de un castellano diferente al nuestro? Y esto dejando de lado, como solemos hacerlo por mera incultura, a Brasil. La verdad es que los latinoamericanos nos damos la espalda entre nosotros mismos, somos un caso extremo de compartimentación cultural. Así, "centros" y "periferias" siguen tan vigentes como antes de la revolución de las llamadas tecnologías de la información.