A pesar de la intensidad del reciente terremoto, podemos estar auténticamente orgullosos de que el daño en infraestructura y edificaciones es bastante contenido. Es cierto que sismo tras sismo, una suerte de siniestra selección darwiniana ha terminado por dejar en pie lo estrictamente resistente, pero, también, la calidad de nuestras construcciones se ha vuelto excepcional. Esa fortaleza, lograda a punta de ciencia y rigor normativo, nos cuesta muchísimo dinero, que tanto el sector público como el privado han asumido con responsable naturalidad. La condición sísmica de nuestro país ha sellado la estética de nuestra arquitectura, que se caracteriza por evitar piruetas estructurales innecesarias, tender a una sana simetría y a elementos robustos que se apoyan con elocuencia sobre el suelo.
Pero si los terremotos nos sitúan como líderes planetarios de la sensatez, los maremotos dejan al descubierto una inmadurez de nuestro carácter: la incapacidad histórica para planificar el territorio. Siendo una operación muchísimo más económica que el refuerzo de una estructura, y existiendo la racionalidad necesaria para determinar con total precisión una zona de riesgo, resulta absurdo que sigamos instalándonos en cualquier parte. En muchas ciudades costeras, los servicios estratégicos -consultorios, bomberos, policías, escuelas- siguen ubicados a merced de un tsunami. No solo eso: nuevos proyectos inmobiliarios ocupan con desparpajo la baja línea de costa a la espera de incautos compradores encandilados por la vista al mar (...y vaya cómo la conseguirán).
La especulación con el suelo no puede tener de rehén a la planificación. Llega el momento de superar esa cicatería mercachifle y ordenar nuestro territorio según la lógica que nos canta el paisaje con majadero estribillo. Solo entonces podremos estar realmente tranquilos y, en medio de los terremotos, apenas levantar la taza de té para decir con fanfarrona y flemática pasividad: "Parece que tiembla, querida".