"El chileno odia al árbol" han dicho en distintas épocas Joaquín Edwards Bello, Luis Oyarzún y Cristián Warnken. Es curioso que en la literatura chilena se aluda con tal frecuencia al odio visceral que parece tener el chileno por los árboles. Por ahí encuentro una "Antología del Árbol", obra de Alone en 1966 para fomentar el aprecio y cuidado de nuestras arboledas. Hernán del Solar le escribe una crítica: "...A muchos horroriza sentir cómo lenguas de fuego, hachas afanosas le manifiestan al árbol su odio..." Es como si hubiese sido dicho hoy, pues nada ha cambiado. No hace falta ser botánico ni paisajista para darse cuenta: un paseo por cualquier pueblo o barrio de ciudad chilena nos enfrenta con las podas municipales más bestiales, hechas a destiempo y con absoluto descuido, dejando árboles tan horriblemente mutilados y deformes que jamás podrán desarrollar su magnificencia natural, mucho menos embellecer el paisaje urbano gracias a la tutela y el diseño de una mano experta.
¿En qué momento perdimos como sociedad el goce de lo bello, el orgullo de lo bien hecho, el rigor de la experiencia? Basta cruzar la cordillera para encontrar en Mendoza, hermana en historia y geografía, una ciudad que venera a sus añosos árboles y los mantiene espléndidamente, catastrados y cuidados como parte sustancial de la identidad cívica. Recuerdo una escena en París, que recorrí varias veces en bicicleta, donde me encontré con una cuadrilla de podadores municipales sobre altas escaleras tendiendo lienzas a lo largo de las copas de una avenida cualquiera de castaños, para recortarlos en línea y dar forma a la perspectiva. Algo de eso alcanzamos a soñar en Santiago por un instante, pues de ese mismo París provienen nuestros parques Forestal y O'Higgins, las frondosas avenidas de Ñuñoa, Providencia y El Llano, aunque en ellas los municipios hayan horadado las copas para hacer espacio a las empresas de telecomunicaciones, que lucran con ello pero en nada aportan al paisaje urbano.
Hoy, esos mismos parques y avenidas están en evidente decadencia, ya sea por el maltrato sostenido de podas irresponsables o por simple vejez, y ninguna autoridad puede asegurar su futuro. Es más: nuestras ciudades sufren de un grave déficit de árboles, fundamentales para el bienestar ambiental. Una mirada a Santiago desde la cumbre del cerro San Cristóbal da cuenta de un territorio segregado también en función de su arborización y su gasto público en riego. Como explicaba Teodoro Fernández, arquitecto paisajista y reciente Premio Nacional, cualquier gran ciudad del mundo cuenta con un arboreto o vivero metropolitano para surtir las necesidades de reposición de todo el arbolado urbano. Santiago no lo tiene, y he aquí un proyecto público urgente por lo indispensable.