Eduardo Bonvallet se instalará en la memoria de sus miles de seguidores por representar la voz del fanático al filo de la distorsión que entiende la rivalidad deportiva como una lucha donde hay mucho más en juego que la confrontación de fuerzas dentro de los límites de una cancha.
Bonvallet moldeó un personaje controversial que a partir de un proceso de autoredención se convirtió en un comentarista militante de su propio partido, un polemista por naturaleza que en poco tiempo aprovechó los fracasos de la selección y de los clubes en torneos internacionales para empatizar con centenares de fieles admiradores cargados de progresivo enojo y frustración histórica, y sintonizar con varios tristes y malos imitadores que quisieron sacarle "rendimiento" a la moda de opinar sin darse cuenta que Bonvallet había uno solo.
Tuvo méritos, muchísimos. Más de los que cualquiera con estudios y preparación académica podrían sumar durante décadas. Y además un talento innato para no dejar a nadie indiferente. Su crítica futbolística era certera, le sumaba a su experiencia como jugador de nivel, fundamento técnico y una especial simpatía cuando quería exhibirla. Bonvallet no ocultaba sus preferencias por estilos u odiosidades hacia ciertos personajes, y tampoco fue alguien que cambiara de opinión con los resultados en la mano. En ese sentido, y por muy contradictorio que parezca, sus prejuicios y tozudez fueron un filtro que le permitieron mantener la lucidez y consecuencia en el análisis del fútbol.
Pero el personaje mesiánico que creó, porque genuinamente se creía un iluminado con una misión de vida, terminó devorándose al comentarista que acotado a la cancha tenía una insoslayable fortaleza. Al Bonvallet de carne y hueso lo desbordaron el poder de la fama y su también auténtica ambición de trascendencia: nunca más pudo despojarse de la camiseta que entre todos, admiradores y detractores, le pusimos.
Y cuando decidió traspasar las fronteras del campo de juego, aquel comentarista provocador que expresaba siempre lo que creía se transformó en un opinólogo verborreico que por defender "su verdad" hizo de la difamación una práctica constante. Cuando Bonvallet mutó del mensaje emotivo al fascismo reprimido, de la crítica aguda al maltrato mediático, del discurso patriotero a la discriminación, su estilo se desvirtuó y la impronta relevante que pudo haber dejado para la eternidad se desalineó para terminar escribiendo un capítulo con tantas luces como sombras.
Tal vez un personaje como él no merecía terminar de esta manera. Pero Bonvallet siempre supo que era un fenómeno, de esos que por definición nacen y se desvanecen por voluntad propia.