El domingo pasado -con la entrevista del ministro Nicolás Eyzaguirre a este diario- culminó una operación de cambio de gobierno que comenzó con el nombramiento de los ministros Burgos y Valdés. Es paradójico, porque según la Constitución chilena (que en este aspecto continúa una larga tradición), la alternancia de los gobiernos se genera a través de las periódicas elecciones presidenciales. La Presidencia de la República es en ella, en efecto, una institución que funde la calidad de jefe de Estado y jefe de gobierno. Sin embargo, las reglas jurídicas -la Constitución es la de mayor jerarquía- abarcan tan solo una de las dimensiones del derecho. Las conductas de los destinatarios de estas, sus valores, opiniones y prejuicios, la cultura social y política en la que esas reglas se aplican, pueden dar lugar a soluciones distintas en un proceso de concreción que va de la norma a la realidad. El formalismo jurídico (por desgracia, uno de los vicios de la enseñanza del derecho en nuestro país) es la ceguera hacia esos múltiples otros factores creadores de lo jurídico.
Así, en el curso de Derecho Constitucional se suele hacer una distinción maravillosa (los estudios del derecho están construidos sobre la base de un tejido extenso, admirable y escolástico de miles de clasificaciones) entre constituciones nominales -en un polo- y las constituciones reales -en el otro-. Las primeras -como se imaginará- son aquellas que existen en el papel, pero carecen de vigencia social; en tanto, las segundas se caracterizan por que sus reglas e instituciones han logrado un pleno arraigo en la sociedad donde rigen. En la historia institucional de Chile (el mito así lo consigna, al menos) se advierte un proceso, ejemplar en nuestro subcontinente, de avance en el uso real de la Constitución, de coincidencia entre lo que ella manda y lo que efectivamente ocurre, proceso que contemporánea y periodísticamente culmina en el lema: "En Chile las instituciones funcionan".
El presidencialismo chileno, tal como lo concibe nuestra Constitución, envuelve una inflexibilidad (como lo han consignado distintos especialistas), en verdad problemática para nuestra vida política: ¿qué hacer con un gobierno de mala gestión y baja popularidad cuando restan 2 o 4 años del período presidencial? O ¿cómo cambiar el gobierno sin cambiar el o la presidente?
Me parece, desde mi ignorancia provinciana, que la Presidenta Bachelet (sin mover una coma de la Constitución y ni hablar de una asamblea constituyente) dio, por ahora y de manera muy oportuna, con la solución: se reservó para sí el carácter de jefe de Estado y entronizó a su jefe de gabinete y su equipo político a cargo del nuevo gobierno. Muy razonable; una suerte de semipresidencialismo a la chilena.