Hay ocasiones en que los asuntos que a uno lo ocupan se vuelven de una inaguantable frivolidad. Esta es una de ellas. Cuando aún está en la retina la imagen de Aylan Kurdi, el niño sirio fotografiado muerto sobre una playa del Mediterráneo, y tomado en sus brazos por un guardia turco con un rostro que mezcla devoción y horror, cuidado y vergüenza, como si llevara con él una bomba a punto de estallar. Y sí, era una bomba.
Como escribió Juan Cruz en El País, "ahí yace, en esa playa, el mundo entero".
Ya no son africanos, a quienes tendemos a mirar como ajenos. Son personas iguales a cualquiera de nosotros, familias jóvenes con niños como Aylan, con sus rostros ajados por el terror, que saltan rejas, que caminan por líneas ferroviarias protegiendo sus pocas pertenencias, que corren desesperados para subirse a camiones o trenes y lograr lo que persiguen: entrar a Europa. Huyen de países con culturas milenarias que fueron la cuna de la civilización de la que formamos parte, hoy devorados por la muerte, el hambre y la falta de horizontes por efectos de una violencia en que se mezclan cuestiones políticas y religiosas. A pesar de sus desvencijados Estados de Bienestar, de su mediocre crecimiento económico y de sus tensiones políticas -creadas precisamente por la inmigración-, ellos buscan ser acogidos por Europa, que a sus ojos sigue siendo una tierra de oportunidades.
La crisis no afecta únicamente a Europa. Se calculan en 310 mil los que buscan asilo en sus tierras; pero países mucho más pobres de la misma región, como Líbano, Jordania y Turquía, han tenido que recibir en los últimos años 3,5 millones de refugiados. Lo mismo sucede diariamente en África, donde naciones como Etiopía, Tanzania y Kenia han visto crecer abruptamente su población con la llegada de cientos de miles de refugiados que huyen de las guerras civiles en países colindantes. La propia Europa vivió algo semejante en la primera parte del siglo pasado, con los armenios, los africanos del norte y las migraciones intraeuropeas.
"El guardia hizo el gesto desesperado; pero antes del guardia fue el mundo el que no lo supo salvar", escribe Cruz. El mundo, sí, pero antes que nada Europa. ¿Qué hará ahora, cuando la fotografía de Aylan está lejos de apagarse? Ya no puede hacer como si esta fuera una crisis ajena, de la cual es posible aislarse robusteciendo fronteras, levantando muros, devolviendo a los que huyen, y subiendo el volumen para evitar remordimientos morales.
La nota la puso otra vez Angela Merkel: "Si Europa falla en la cuestión de los refugiados, si se quiebra este estrecho nexo con los derechos civiles universales, entonces esta no es la Europa que queríamos". François Hollande se ha pronunciado en el mismo sentido. Esto va de la mano de un notable giro en la opinión pública. Las imágenes de manifestaciones de grupos ultranacionalistas contra los refugiados han sido reemplazadas por escenas emocionantes, como la gente aplaudiendo espontáneamente su llegada en la estación de Múnich, o saliendo a los caminos para entregarles alimentos en Hungría, y recibir a cambio la sonrisa esperanzada de los recién llegados.
Han surgido numerosas opiniones para que Chile también ofrezca asilo a los que huyen. Hagámoslo sin dilación. Esto nos permitiría apreciar lo que tenemos y compartirlo, tal como antes muchos lo han hecho con nosotros. Y quizás unirnos en un común grito de resistencia ante el marasmo que amenaza con devorarnos, el de la indiferencia; ese propio de un mundo que, como escribiera Cruz, "no sabe salvar a los niños porque también desconoce cómo salvarse".