Comienzo con un anticipo mi comentario sobre la novela de Genaro Arriagada: el ejemplar que he manejado está defectuoso. De la página 96 del capítulo 4 se retrocede a la página 65 hasta la 77 del capítulo 3. A continuación se repite este capítulo seguido por las dos páginas iniciales del capítulo 4, que sufre un nuevo cercenamiento desde la página 96 hasta llegar a la 129 del capítulo 5. Hay, pues, dos capítulos incompletos. Sin embargo, creo que las características de esta novela han favorecido que mi percepción y la opinión que me he formado de ella no fuesen afectadas por la ausencia de esas páginas.
Trotsky y la Marilyn es un relato con un hilo argumental tenue que avanza lentamente, casi asfixiado por el excesivo volumen que ocupan en su discurso otras dimensiones lingüísticas de indudable carácter no narrativo: polémicas y explicaciones sobre temas políticos, sociales y económicos que dominan con exclusividad casi absoluta el diálogo de los personajes y otros niveles del texto.
Difícilmente podría identificarse esta novela con las narraciones que se escriben para comunicar una ficción, es decir, para crear una realidad imaginaria que, si bien surge de los parámetros de la vida cotidiana, de un tiempo y un espacio históricamente definidos, adquiere una naturaleza única, autónoma en cuanto obra de arte; de valores que se generan y sostienen precisamente en lo que la obra tiene de diferente con la realidad de la cual se nutre. La ficción narrativa, al igual que toda construcción artística, nos hace percibir nuestra realidad desde otra realidad. Esa distancia casi no existe en
Trotsky y la Marilyn. Me da la impresión de que el autor la considera solo como un recurso ineludible para escribir sobre lo que realmente le interesa exponer: su análisis comprometido, su disección de una realidad cercana a su experiencia personal y no su recreación o interpretación artística. Por lo tanto, el lector abandona pronto la actitud de credulidad que exige la ficción para enfrentarse a esta novela con la mirada recelosa con que iniciamos la lectura de un ensayo, de un tratado sociológico, de un documento político o, incluso -como enseña el estructuralismo-, de un texto histórico.
"Han pasado años y Chile es una democracia consolidada cuya transición política y logros económicos son reconocidos a nivel mundial". Tal aseveración inicia el último capítulo de la novela. Es el cierre y corolario, y también la justificación, de la historia que el narrador ha construido en las páginas anteriores del texto. Situándose en este momento de triunfo, ha tendido su mirada hacia el pasado para relatar las peripecias de individuos que vivieron el golpe militar de 1973, que sufrieron sus consecuencias inmediatas o lejanas y, así, mostrar el camino que nos ha conducido al espacio que ocupamos hoy en el concierto internacional. El argumento se inicia precisamente cuando uno de ellos recibe una llamada telefónica alertándole de que se acaba de producir el temido golpe militar. La objetividad que exhibe el desarrollo de los acontecimientos es, por lo tanto, engañosa. El narrador ha examinado el pasado desde un presente con el cual está de acuerdo, adquiriendo así una omnisciencia implícita y comprometida, que cualifica los temas discutidos por sus personajes, sus ilusiones y desencantos, y los dispares destinos que asigna a cada uno. Con un barniz superficial de ficción, el texto es en el fondo un análisis, con propósitos casi pedagógicos, de los altos y bajos que han transformado a nuestro país a partir del golpe de Estado de 1973.
Como saben los lectores de esta columna -de comentarios literarios, no olvidemos-, el autor de
Trotsky y la Marilyn es una reconocida figura del espacio público nacional. Académico, investigador, político, diplomático y autor de numerosos tratados de ciencias políticas y ensayos sociológicos. Pero cayó en el craso error que cometen muchas personas: creer que basta una gran experiencia de vida para escribir una novela interesante. Lo hizo y le salió debilucha.