Está en retirada la caricatura del urbanista que, premunido de una batería de plumones de colores, garabatea gruesos trazos sobre un plano de la ciudad. Ese planificador heroico, que como decía Robert Moses en Manhattan, debía abrirles camino a las autopistas con un "hacha de carnicero". Esa rancia idea de sancionar la ciudad como un tejido enfermo para hacer apología de la tabula rasa. Atrás va quedando también la dictadura del arquitecto minimalista y cool que arrisca la nariz con el desorden de la vida y su complejidad de texturas.
Hoy el urbanismo está apuntando a otros paradigmas, apoyándose cada vez más en el sujeto colectivo. Un ciudadano que toma en sus manos el destino de su espacio y ordena las agendas metropolitanas. Regeneración, rehabilitación, recuperación, reciclaje, resistencia... cada vez más "re-res", círculos virtuosos enarbolados por organizaciones de la sociedad civil. La participación, la sustentabilidad, el patrimonio y la calidad de vida son los nuevos y más auténticos valores supremos. Los grandes cambios ya no están asociados a obras grandilocuentes sino detonados por pequeñas acciones tácticas que interpretan el espacio de una nueva manera. Huertos urbanos, movimientos de ciclistas, redes de defensa de barrios... el relato de la ciudad del futuro hoy está siendo escrito por los vecinos comprometidos.
"La historia comienza a ras de suelo, con los pasos", decía el jesuita Michel de Certeau en los años 80. Nos conminaba a descender de los grandes rascacielos teóricos que había inventado la ciencia de la planificación urbana y que habían terminado por invisibilizar las prácticas sociales y la vida real de la urbe. Era necesario desbaratar el concepto abstracto de la ciudad; el simulacro que la convertía en un objeto panorámico, visible y controlable. Bajar a ras de suelo y enunciar la ciudad con los pasos. Así, todo ciudadano es un urbanista en potencia; cada vez que recorre su ciudad, cada vez que la piensa y la imagina, leyendo el diario del sábado con el café de la mañana.