Una ola de escalofrío recorrió Chile y el mundo a raíz del enfriamiento de la economía china. Afectó en particular al cobre, que despierta emociones comprensibles y otras fabuladoras en nuestro país, siempre propenso a buscar un El Dorado en vez del pedregoso camino al desarrollo. El discurso populista habla copiosamente de "excedentes" (concepto de último origen marxista) del cobre, como si las ganancias fueran análogas a frutales que crecen de forma natural, cual zarzamoras sin espinas. Se olvida que simplemente el "excedente" es el resultado de la diferencia entre el precio de producción y el de venta, previa naturalmente una buena gestión, para nada fácil.
No hay que llorar por China; sus tasas de crecimiento tuvieron una duración sin precedentes y algún día iban a disminuir. Japón y Corea del Sur, dos casos espectaculares, se "normalizaron" después de dos décadas. China permanecerá como un gran nuevo polo de la economía mundial, solo que con crecimiento más lento.
Se enciende la alarma por nuestra dependencia del cobre, lo que no habría sido modificado por las transformaciones de los últimos 40 años. Relativo. Pongamos las cosas en su lugar. Ningún país de América Latina ha logrado arrancar de los recursos naturales --después de tanto cacareo Venezuela está peor que antes y Cuba para qué decir- y esto es una barrera para el real desarrollo, que es una especie de capacidad camaleónica de adaptarse a diversos roles productivos a lo largo de la evolución. En Chile sí que hubo un cambio, aunque no uno que nos hubiera llevado a la senda de Japón o Corea. A comienzos de los 1990, ya maduradas las reformas, el cobre ya no era el casi 70% de las exportaciones o más, como lo había sido antes, sino que el 40% y menos; el peso se trasladaba a la exportación de recursos naturales renovables, que implica adición de creatividad y tecnología. Ahora ha regresado no a lo de antes, pero sí a valer más del 50% de las exportaciones. ¿Por qué? Por dos razones principales. Una, porque con la aparición de una nueva gran minería privada -propiciada por el código que entró en vigencia en 1984- se quintuplicó la producción de cobre; la otra, porque por 10 años se ha sostenido un precio inusualmente alto, duración nunca antes alcanzada. Ahora con casi seguridad nos encaminamos a un ciclo de precios más modesto (o muy bajo, ya veremos).
Asociamos recurso natural no renovable a un desgaste fatídico. Para el cobre hay que relativizar esta imagen. A diferencia del petróleo, hay mucho cobre en el universo; el problema por una parte es el costo de producción; y por la otra una antigua amenaza, la de sustitución, que hasta ahora no se ha producido en lo sustancial, aunque sin embargo pende sobre el metal. Algo que se recalca poco, en esta nueva gran minería ingresaron capitales chilenos; a comienzos del siglo XX solo empresas norteamericanas podían proveer el ingente capital para la industria del siglo; en el XXI emerge una capacidad nacional, aunque, claro, vinculada a una internacionalización de la economía. Es un avance que poco se ha celebrado.
De aquí al desarrollo resta todavía un foso. Una economía política razonable y sostenida más allá de los ciclos políticos se ha demostrado como el mejor remedio. Sería un aprendizaje puramente político. La actitud de un pueblo puede modificarse de manera civilizada -para mí, la España moderna es un ejemplo- como se ha visto en tantos casos de desarrollo; nos resta todavía ese cambio al cual solo una reforma en educación a largo plazo podría añadir una población provista de los atributos necesarios. Todo el porcentaje del PGB que ahora se va a utilizar no va en esa dirección.