Es posible que hacia 1942, el año en que George Orwell escribió el ensayo "Palabras nuevas", el mundo no estuviera tan saturado de lenguaje como hoy. La televisión estaba muy cerca aún de su fase experimental, no toda la gente tenía teléfono en sus casas y los celulares vivían su prehistoria en los equipos de comunicación de las tropas norteamericanas en la guerra. Orwell, de hecho, constata en ese texto la escasez de palabras adecuadas para dar cuenta de cierto tipo de experiencias humanas, aquellas consideradas en el plano de la "vida interior". La descripción de un sueño, según él, es un pobre prospecto si se lo compara con el espesor experiencial del sueño mismo.
Me parece que en nuestros días somos testigos de una proliferación constante de nuevas palabras. El proceso de renovación del lenguaje, antes entendido como un fenómeno de largo plazo (los cambios diacrónicos), pareciera darse hoy ante nuestros ojos de manera levemente caótica. Aseguraría que bastan dos semanas de ausencia -a causa, por ejemplo, de un viaje a las soledades patagónicas- para observar al regreso que en los programas de farándula, en las noticias, en internet y en la conversación diaria se están manejando nuevas inflexiones, nuevos subentendidos, nuevos nombres. Son expresiones procedentes de todas partes: del coa, de la tecnología, de la teoría política. Otras que van quedando, como "zafrada" o "chispeza", corresponden a usos espontáneos y desviados de la norma.
Produce cansancio previo la idea de Orwell de echar al ruedo de la cháchara colectiva neologismos creados deliberadamente. Por algún motivo lo deliberado termina fracasando siempre en el rubro del lenguaje. Los instructivos para el empleo correcto del latín en los tiempos de la expansión romana se extinguieron en una muerte más drástica que la del latín mismo.
Hay veces que, de ánimo introspectivo, mirando por la ventana un cielo que se ve en fragmentos entre los edificios, pienso en el mundo en que me tocó vivir y en las palabras que este puso a mi disposición. Este repertorio será algo así como mi naturalidad lingüística y en él hay expresiones venidas del campo, de la familia, de la calle, de los libros, de los diarios, de la televisión, de la pedantería, de la juventud de otra época, del siglo XIX, de la psicología, de los niños actuales. Es abismante darse cuenta de que todos los días al hablar uno actualiza realidades tan distintas en una síntesis que, por individual que sea, sirve para funcionar con relativa eficacia en la interacción con el prójimo.
Me da la impresión de que estas palabras son más que suficientes. Incluso si incurriera en una iniciativa radical de acercamiento entre el lenguaje y la experiencia, como la poesía, no necesitaría palabras nuevas. Sé que, puestas de determinada manera, las palabras que hay podrían generar luz, pero ignoro cuánto tiempo me llevará encontrar la fórmula.