André. Biografía de lo inmortal es la primera novela de Florencia Rabuco (Viña del Mar, 1996). Mientras revisaba libros para posibles comentarios, la juventud de la autora despertó mi interés, y mi curiosidad aumentó al leer en la solapa del volumen que Florencia Rabuco había escrito esta novela cuando tenía quince años de edad. La precocidad no es una característica de nuestras escritoras ni de ahora ni de antes. Me da la impresión de que la mayoría se ha lanzado a la palestra literaria bastante después de los veinte años. Una excepción fue, por supuesto, Lucila Godoy, cuyo primer cuento apareció en El Coquimbo de La Serena en agosto de 1904, a poco de cumplir también quince años.
La novela de Florencia Rabuco se define a sí misma como una ficción que nace de la autobiografía y conserva su proximidad con ella. Poco antes de cumplir dieciocho años, Florencia escribe la historia de su pololeo con André, un alumno que estaba a punto de egresar del colegio de San Agustín donde ella estudiaba, y a quien va dirigido el texto en el momento de publicarlo "por ser la causa de toda esta inspiración". El relato gira en torno al motivo del primer amor y une la simplicidad de su argumento con la ingenua sencillez de espíritu que comunican las palabras de una voz joven que habla como tal, desde la interioridad de una niña que cruza el umbral de la infancia hacia la primera adolescencia, ese espacio en que la vida se vive y es definida hiperbólicamente; donde, como los lectores recordarán quizás con nostalgia, los sentimientos son intensos, desgarran y duran para siempre. Uno de los méritos de esta novela radica precisamente aquí: en la sinceridad con que se expresa el temple de ánimo de quien escribe un relato de sencilla estructura, que sirve no sólo para recordar, sino sobre todo para reflexionar sobre sí misma y ofrecer su experiencia a la consideración de sus lectores. Florencia sabe que mantener la comunicación con ellos jugará un papel importante para los propósitos de su relato: entender por qué las cosas sucedieron como sucedieron. Quienes lo lean "gastarán aunque sea un minuto de su tiempo en preguntarse por qué, cómo o para qué; nadie nunca encontrará la respuesta, pero todo instante que alguien haya gastado pensando en él será suficiente pago para mí".
Sorprende, en este aspecto, la conciencia que Florencia manifiesta a lo largo del texto sobre la distinción entre escribir y leer, y sobre la responsabilidad que asigna a sus lectores para construir el sentido de lo que narra. En esos momentos casi olvidamos que esta novela fue escrita antes de que su autora cumpliera diecinueve años, su edad a la fecha de la publicación del libro. Unida a la sinceridad de sus testimonios y a la frescura de un discurso que evita ensombrecer el recuerdo, real o imaginado, de las alegrías y tormentos del primer amor verdadero, hace que pasemos por alto debilidades de construcción y de estilo que saltan a la vista en una lectura más exigente. Por ejemplo, a poco de iniciar su relato Florencia afirma que tiene quince años, pero al finalizarlo se contradice declarando que está a punto de cumplir dieciocho. Es cierto también que Florencia mira a su alrededor con ojos y vocabulario de adolescente, pero al escribir usa a veces expresiones que despiertan la sonrisa y que podrían haberse sustituido por otras más adecuadas: "mi persona superficial", "vida corpórea", "me sentía una infructífera asquerosa", etc. Y de la misma manera, algunas de sus imágenes son todavía bastante rudimentarias: "No lo busqué, pero las puertas de mi alma lo hallaron sin querer"; "Luego de que mis lágrimas dejaran el cemento un poco húmedo, decidí volver a mi casa".
"Sólo sé que quiero escribir", dice Florencia. Le recomiendo que no abandone sus intenciones.