Una tarde muy calurosa de un verano remoto un joven desaliñado tocó el timbre de mi casa para pedir comida. Se me ocurrió darle un melón que había en el refrigerador: un melón tuna enorme y helado. Al recibirlo sonrió y dijo "¡fabuloso!", como si aquella fruta fuera lo que más deseara en el mundo.
A veces me acuerdo de ese hecho, muy menor, en absoluto histórico, y su aparición me produce una especie de contentamiento. Me gusta imaginar al hombre sentado en una banca de plaza saciando "hasta el hartazgo" la sed y el hambre con algo que era a la vez dulce, jugoso, refrescante, excesivo.
La fruta está vinculada esencialmente a la generosidad, a la abundancia, y su existencia parece proyectada por una mente que quiere más que nada complacer. Se entiende que el Paraíso haya sido concebido -por habitantes de regiones secas- como un lugar de exuberancia frutal.
Mi memoria retiene dos episodios del siglo XIX, uno festivo y otro dramático, relacionados con la gula o la necesidad de la fruta. El primero, de 1874, narrado por Eduardo Hempel, pone en escena a la expedición que comandó Vicuña Mackenna para explorar en la cordillera las lagunas Negra y Del Engañado. Saliendo de San José de Maipo, uno de los expedicionarios, de apellido Sotomayor, que ya se había comido cinco duraznos al almuerzo, "sin decir agua va se entra de sopetón a un rancho, habla cariñosamente a una viejecita que salió a recibirle y en menos de dos minutos estaba al frente de una cesta repleta de la apetecida fruta, navaja en mano y pronto para el combate". Al margen de las burlas que se ganó Sotomayor, el insignificante momento perdido tiene para nosotros el brillo de los deseos infantiles largamente elaborados: las ganas de "estar ahí", de apoderarse del canasto con duraznos y atiborrase luego bajo la sombra de un árbol, sin interrupciones.
El segundo caso es de 1880 y lo cuenta José Miguel Varela, cuyo relato del cruce del desierto de las tropas chilenas para la Guerra del Pacífico, a decir de un lector, "produce mucha sed". Los hombres del destacamento, después de una travesía espantosa, avanzaban entregados y desmoralizados por los territorios estériles del norte. Súbitamente Varela se acordó de dos naranjas que llevaba en una alforja. "En segundos imaginé su sabor azucarado y su jugo. La boca se me llenó de saliva, lo cual me sorprendió ya que hacía horas que el paladar, la garganta y la lengua estaban resecos como una suela vieja".
Lo que sigue es conmovedor: en el instante en que iba a dar cuenta de las naranjas, Varela vio que su caballo Carboncillo, casi reventado, lo miraba con ansiedad. Entonces le dio las cáscaras, luego una de las naranjas. Después no tuvo corazón para negarle la otra. El militar se reservó para sí tan sólo un gajo, que conservó en su boca hasta que se deshizo.