Nos cuesta a los chilenos -latinoamericanos, al fin- superar nuestra inclinación al realismo mágico. Los programas electorales -plagados de promesas incumplibles- suelen dar rienda suelta a esa tendencia, fructífera en literatura, pero nefasta cuando de política económica o social se trata. Uno de los secretos del éxito de Chile después de 1990 ha sido que los políticos han sido más bien prudentes en sus ofertas de campaña y -ya en el poder- han cuidado de ajustarlas a la realidad.
La Nueva Mayoría ha sido una lamentable excepción. Su campaña se basó en la demagógica promesa de que, mediante una reforma tributaria que solo afectaría a una ínfima minoría, sería posible financiar con "ingresos fiscales permanentes" educación gratuita y otras golosinas para las grandes mayorías. Nadie puede sorprenderse de que, una vez pulsado el botón del populismo por la confiable candidata Bachelet, su victoria electoral fuese arrolladora.
Pero, año y medio más tarde, la porfiada realidad se ha hecho presente con inesperada rapidez: cunde el pesimismo, la economía apenas crece al 2,5% o menos, suben el dólar y el IPC, la impopularidad del Gobierno alcanza el nivel récord de 70%. Desde luego, hay factores externos, tales como la caída del cobre, peligrosamente acentuada en los últimos días. Pero, como sostiene el FMI en un reciente informe, nuestro pobre desempeño también obedece a los efectos del programa que impulsa el Gobierno, del cual destaca la ya aprobada reforma tributaria (solo parcialmente moderada, tras ardua negociación en el Senado), así como el proyecto laboral en trámite y el anunciado proceso constituyente.
El "realismo sin renuncia", al que llamó la Presidenta semanas atrás, fue inicialmente entendido como una saludable rectificación a ese programa. El argumento esgrimido era presupuestario: la desaceleración económica obligaba a moderar las reformas. Pero el "cónclave" convocado para concretar tal cambio parece haber surtido el efecto contrario: la reiteración de la voluntad gubernamental de seguir más o menos como antes, vale decir, la renuncia al realismo.
No se puede desconocer la realidad. No es que el bajo crecimiento económico esté causando hoy un problema presupuestario puntual, porque la regla fiscal permitiría suplir el faltante con endeudamiento. Tampoco es que algún error de cálculo fiscal obligue a avanzar el mismo programa, solo que de modo algo más gradual. Ocurre que su contenido y su implementación están minando el potencial de crecimiento del país, lo cual a futuro mermará los ingresos de todos, incluidos los que se anticipaban para el fisco. Por el camino que llevamos solo se visualiza tránsito lento hacia adelante. ¿Hará falta un nuevo cónclave para que el Gobierno abra los ojos a la realidad?