Una librería dejó de vender los libros de un autor (Fernando Villegas) por culpa de sus declaraciones televisivas. Luego reconsideró la medida. ¿Por qué el hecho de que se venda o no tal autor en una librería debería importarnos a los que no lo leemos? En sustancia, una librería no es distinta de una rotisería, o una botillería. Vende un producto que se llama libros a unos compradores que se llaman lectores. Puede el dueño, por cierto, elegir qué libros vender y no vender en ella. Una librería que vendiera todos los libros que existen es una utopia tan extraña como el Aleph, engordado o no. Tener todos los libros no es la tarea de los libreros, sino el sueño y la pesadilla de las bibliotecas, públicas o no. Nunca lo logran estas tampoco, aunque solemos felicitarnos por la locura de su intento.
Esa pasión por guardar los libros en edificios más o menos sagrados demuestra a las claras por qué una librería no es una rotisería ni una panadería ni una botillería. Ni el Museo del Jamón en España pretende almacenar todos los jamones que el tiempo acumuló. Si un botillero se pusiera a vaciar los vinos que no le gustan, si el dueño de una tienda de ropa interior quemara calzoncillos en la vereda, no habría más alarma pública que pensar en la salud mental del aludido. Si se queman libros, malos, buenos o más o menos, el mundo se alarma. Parte de la monstruosidad del régimen nazi o de la dictadura chilena fue su afición justamente a las piras de libros.
Cuando se queman libros sentimos que es la sociedad entera, no solo los lectores, los que se enferman. En ese sentido, quizás las librerías se parecen más a las farmacias que a las rotiserías. Un farmacéutico no puede decidir no vender aspirinas porque no le gusta su envase. Solo puede decidir que un remedio o un tipo de remedio (los alopáticos o los homeopáticos, según el caso) engañan a los usuarios. Está sujeto por eso al control de una autoridad sanitaria y de la censura social permanente y comprensible.
Aún no conozco a nadie, sin embargo, que haya muerto porque no se le administró un libro a tiempo. Mucha gente vive perfectamente sin leer ni un solo libro en su vida. Los libros, nos guste o no a los que cometemos la imprudencia de escribirlos, no son de vida o muerte, aunque algo de ellos nos lleve a tratarlos como si lo fueran. ¿Qué es una librería, entonces, si no es una farmacia ni un almacén? ¿Qué convierte en tan extraño el producto que vende? Se suele justificar el estatus distinto de las librerías en el hecho que ahí se venden y compran ideas. Pero por desgracia y por suerte hay ideas gratis y a borbotones en cualquier radio o televisor encendidos. El que no quiera encender esos aparatos tiene las redes sociales para saber más o menos todo lo que se está opinando hoy en el mundo entero con más certeza que cualquier librero o aficionado a frecuentar librerías.
Ideas hay en todas partes, pero pensamiento generalmente hay solo en los libros. O más aún, hay una forma de pensar, una cabeza que piensa, que lo hace también con el resto del cuerpo. Lo que no hay en ese teléfono es la detención de una voz que te habla a ti y solo a ti, que te susurra al oído, sin poder protegerse de la proximidad alarmante de quien dice a solas quien es o quien quisiera ser. Lo que los libros nos regalan es la impresión de estar con alguien sin hacernos cargo de sus ruidos y olores molestos. Los libros nos permiten el gesto de que los otros entren en nuestro cuerpo. Hacen que nuestros ojos vean por los suyos.
En ese sentido, las libreráas se parecen más a los prostíbulos que a cualquier otro negocio. Los prostíbulos venden cuerpos, las librerías algo parecido a las almas. Aunque más que alma lo que hay en los libros son voces, pronunciamiento, opiniones, suspiros, refutaciones, declaraciones. Más que cualquier otro negocio, las libreráas me recuerdan ciudades llenas a rabiar no de letras u hojas sino de gente. Por eso, que se queme un libro, o que se lo olvide, o que se lo pasé por alto, duele, porque es a un hombre, el símbolo al menos de un hombre, al que se quema, al que se olvida, al que se pasa por alto. Esto es algo que todos al mismo tiempo admitimos como imposible de evitar. Es algo que por suerte, al mismo tiempo, nos sigue pareciendo profundamente inadmisible.