Uno -entre tantos- de los cambios culturales que Chile ha experimentado en estas últimas 5 décadas es el destino, estilo y propósitos del viaje que los jóvenes de las clases acomodadas realizaban una vez terminados sus estudios escolares. Entonces, la única destinación admisible era Europa (ni hablar de Estados Unidos, Asia, ni menos Latinoamérica) y el propósito era dotar a los viajeros de "un barniz cultural" (lo cual sugiere que incluso en aquella época dorada la educación particular de la élite no proporcionaba esa delgada película y que la cultura era sinónimo de cultura europea. Un objetivo suficientemente amplio, por lo demás).
Algunos piensan que ese viaje era una suerte de rito de iniciación, de pasaje a la madurez. No creo que sea para tanto. Se trataba generalmente de un tour largo, en el cual las ciudades se sucedían en una secuencia frenética ceñida a un estricto programa que se verificaba, a su turno, bajo la estricta mirada de un guía o una guía que transmitía información a raudales.
Cuando tendría unos diez años -recuerdo- empezó a acercarse en las conversaciones familiares, con el ritmo de un tren, un traqueteo incomprensible a los oídos de un niño: co-cha - co-cha - co-cha - co-cha. ¿Qué era eso? ¿Se puede evitar (empezaba a considerar todo lo pertinente al mundo adulto como hostil)? Bastantes años después me enteré de que se trataba del más célebre de esos viajes a Europa, durante el cual se fraguaron amistades, matrimonios y no pocas afinidades políticas. Debo confesar que en mi familia el viaje a Europa (que se hacía coincidir con las liquidaciones) tenía, además de visitar a la parentela, un objetivo prosaico: comprar. Las "cosas importadas" parecían provenir de un mundo extraterrestre y mágico en un Chile empeñado en "un desarrollo hacia adentro", muy pobre en oferta de bienes materiales de todo tipo.
Hoy los viajes (como tantas otras cosas) se han masificado (una consecuencia igualitaria del libre mercado) y, por lo mismo, perdieron su atributo de conceder estatus. Europa está lejos de ser el único destino. Los jóvenes, sin chaperón alguno y en pequeños grupos (a menudo "emparejados"), emprenden largas estadías en que el "barniz cultural" ha sido sustituido por la no menos vaga búsqueda de "experiencias de vida". Miran hacia otros horizontes, les interesan otras cosas y, si van, la recorren para integrarse con la gente del lugar (como si fuera posible); si no, como una buena parada para "el carrete" lejos de los ojos paternos.
Los jóvenes de antaño, al regresar a Europa y evocar esas esforzadas peregrinaciones culturales, se dan cuenta de que ella y ellos han cambiado, confirmando el latinazgo: tempora mutantur et nos mutamur in illis (los tiempos están cambiados y nosotros cambiamos con ellos).