Comienzan a sonar los tambores que llaman a la asamblea constituyente. Emisarios del Gobierno llevan las conclusiones a que deben llegar las infinitas asambleas que harán brotar por doquier para imponer la nueva legalidad y sojuzgar a los opresores de siempre. Colaboro a tan magna tarea con esta cartilla para instruir al pueblo sobre su redención:
"Avivar el constitucionalismo incrementa la presencia y la sabiduría del Estado omnipotente. El racionalismo voluntarista de los conductores iluminados ordenará al país sin importar las consideraciones culturales e históricas -el añejo pasado- de quienes se beneficiarán de tan magna labor del intelecto humano. Una vez más, la nueva Carta hará del pueblo un conjunto de hombres libres, soberanos y pletóricos de igualdad que serán dueños de su estatus garantizado jurídicamente.
"El espíritu constructivista y planificador de la Constitución impondrá al Estado como custodio y controlador de nuestra organización política para proyectarnos hacia un futuro venturoso y eterno. No habrá más normas, sociedad ni gobierno que los que el pueblo mismo consienta a través de este pacto social. Los hombres ya no seremos más creaturas inmersas en un orden que nos ha sido impuesto, sino que seremos los creadores del mismo, cual dioses del futuro. Nada debe perturbar la tarea creacionista que se nos impone desde las altas cumbres de las ciencias intelectuales: el futuro llama a reemplazar el presente opaco y su lastre de logros pedestres que solo nos han llenado de bienestar material".
Advierto que no hay que encandilarse con los fulgores de ultratumba. El nuevo código responderá a las preocupaciones propias de sus ideólogos, los iluminados de siempre y reiteradamente fracasados: una especie no solo antigua, sino pasada de moda. Proclamar la necesidad de una nueva Constitución es una falsedad que esconde las culpas de una gestión inadecuada y que revela tremendos vacíos conceptuales en quienes la pregonan.
Recordemos las bondades populistas de miles de constituciones y las tiranías que de allí han derivado. Pensemos, en cambio, en el largo camino de desarrollo institucional que hemos recorrido y no olvidemos que el actual descrédito de los partidos deriva de décadas de falta de aplicación de los políticos a los problemas reales del país; es decir, ausencia de sentido de futuro en la gestión del presente. Con la discusión que se inicia, muchas tareas urgentes caerán, una vez más, en el olvido de lo que no se hizo.