El cielo que pintamos , primera novela de Carmen Galdames (Santiago, 1982), sorprenderá al lector desde sus primeras páginas. Escribir una síntesis de su argumento y de la forma de su discurso le confiere la apariencia harto engañosa, como se verá después de un relato que no se distancia de muchos otros que por razones de todos conocidas han sido frecuentes en la novela chilena de los últimos años: la infancia y adolescencia de individuos destituidos de su pasado y de sus progenitores, obligados a triunfar sobre la precariedad y a ganar su destino con sus propias fuerzas. El texto de Carmen Galdames presenta una historia de formación integrada por tres personajes a quienes el lector contempla desde su niñez hasta que sobrepasan los veinte años: Ana, su hermano Matías e Iggy, el amigo de ambos. Es Ana quien relata la historia utilizando un discurso rememorativo que mediante retrocesos y avances temporales cubre un periodo de doce años, desde la primavera de 1992 hasta un determinado momento del otoño de 2004. La trama se sostiene sobre una considerable reducción de peripecias y figuras secundarias, y la parquedad con que es desarrollada en el discurso de Ana contribuye a otorgar al relato la estructura minimalista que exhiben numerosas novelas actuales.
Sin embargo, las imágenes con que se inicia el relato -la fluencia de una sangre negra y espesa y la de una curiosidad morbosa hacia el pene de un anciano recién fallecido- anuncian que el texto de Carmen Galdames nada conserva del modo como el aprendizaje de la vida ha sido representado desde los viejos tiempos de la novela romántica y sentimental. A partir de ahí, y en aumento progresivo, la transgresión y la consiguiente desacralización de la normalidad dominan la atmósfera de la novela. Si, como se ha dicho, la función del arte es el extrañamiento, desfamiliarizar lo usual, este texto consigue sus propósitos con imágenes que no temen a la audacia y a la provocación.
Matías y Ana se llevan un año de diferencia. Desde niños se han construido, como afirma Ana en el momento de enunciar su discurso, un mundo privado que ignora la moral convencional y se torna impermeable a la censura de los demás y a las circunstancias del entorno. Es un espacio creado exclusivamente para ellos y que se consume en ellos. "Matías es todo lo que yo quiero, y yo soy todo lo que él quiere. El tipo de cariño que cultivamos fue deliberado. No es que las cosas entre nosotros hayan pasado sin querer. Fue todo completamente intencional". Los padres son, en consecuencia, los primeros expulsados de su paraíso personal, e Iggy -un niño también diferente, pero por otras razones- es el único personaje a quien los hermanos permiten el ingreso. Con él formarán un triángulo sentimental, por llamarlo de alguna manera, donde impera una ética transgresora que, según se desprende de las palabras de Matías, desconoce la culpa, afirma la insignificancia de las verdades y define a la vida como una condición accidental. Esta misma ética se transparenta también en el discurso de Ana, justificando la impasible naturalidad con que describe imágenes y situaciones que la moral del lector, y sus criterios estéticos, rechazarían quizás con el mismo indignado repudio que los padres manifestaron al descubrir la verdadera naturaleza de las relaciones de sus hijos. La trascendencia ha desaparecido del mundo imaginario de El cielo que pintamos . Todo comienza y termina en el cuerpo: mi límite es mi piel, afirma Iggy cuando permanece internado en una clínica psiquiátrica (Carmen Galdames comenzó a trabajar en el texto de su novela en los talleres literarios de Diamela Eltit y Pablo Simonetti).
Esta novela despertará encontradas reacciones en sus lectores. Para mí, es un ejemplo del radical escepticismo, de la oscuridad existencial que manifiestan ciertas formas artísticas después del derrumbe de los grandes discursos redentores de la modernidad.