Me cuesta entender el prestigio intelectual del fracaso. En doscientos años, el mundo ha dado vuelta tantas veces en la parrilla de su rotación, se han sucedido los sistemas políticos y las guerras, la humanidad ha vivido una docena de veces el desengaño y la sensación de volver a empezar, y el aura romántica del fracaso sigue rindiendo luz para los iniciados en la literatura. Lo vemos en Facebook: si tal escritor se autodestruyó y de paso les fregó la pita a sus cercanos, siempre habrá una claque de admiradores que celebran esa lamentable curva biográfica como si repasaran las peripecias de un héroe.
No creo haber caído en esa trampa conceptual ni en los días iniciales de la juventud, aunque puede que no me acuerde bien. Alguien que me conoce harto me ha dicho recientemente que miento en mis columnas. No miento conscientemente, más bien digo una cosa, digo otra, y entremedio se extiende una línea de olvido como la mancha de una goma de borrar sobre la página de un cuaderno. Eso sí, alguna vez, cuando había dejado atrás recién la condición de imberbe, hice una defensa ética y estética del suicidio cuyo recuerdo hoy -extintos los testigos- me produce algo así como una risa nerviosa.
El hecho es que no sé cómo se puede llegar a escribir dos frases juntas si uno -para regir su existencia- ha adscrito a la política del malditismo. Ya de por sí es difícil, en aras de la escritura, abandonar la vida, con sus calles, sus risas, sus tardes, sus parques, sus chispeantes posibilidades. Se entenderá que es casi imposible hacerlo con la caña, con sobredosis, con síndrome de abstinencia, con desórdenes del sueño, con relaciones sentimentales desastrosas, con frío y con los bolsillos absolutamente planchados. No da el cuero, no da el cuerpo, no da la mente.
Todos sabemos que estamos destinados a la extinción y que ese trámite no se da por lo general con delicadeza. Sabemos que nuestra liviandad y nuestra propensión a lo sublime son tironeadas siempre por la gravedad de la miseria. Algunos invierten su energía en estrategias que les permiten evadir esa condición, otros la sobreactúan.
Hay una idea narcisista del sacrificio en todo fracasado voluntario. Si tenemos un modelo de sociedad injusto, insensible, avasallador, dominante y estresante, no parece recomendable como solución individual la pataleta ilustrada y la búsqueda de la propia ruina, sobre todo a causa de una visión exacerbada de sí mismo. En tal sentido es más tolerable el pícaro, que ha hecho de la sobrevivencia un arte cuya condición necesaria es aprovecharse de los demás. El problema del pícaro es que se acostumbra a sus prácticas a tal punto que no parece aceptar otras. Desconoce la transparencia y los rudimentos de la nobleza, ya que su actividad permanente es aprovisionar su estómago como lo hacen los pelícanos con el buche.