Un hombre sabio me dijo una vez: "Por favor, no les tengas nunca pena a tus hijos".
Es distinto de tener pena con otro, de sufrir por el dolor de otro, de cobijar cuando alguien se derrumba. Eso no es incompatible con confiar en aquellos que acompañamos o compadecemos. Tener pena de alguien es sentir que no puede, que no va a poder, que no tiene las herramientas para salir adelante.
¿Quién entrega herramientas para la vida? Los padres, el colegio, los grupos de amigos, las normas morales, la cultura. En una sociedad donde se sobreprotege a los niños, no se les dan herramientas para la adversidad. Y la vida, nos guste o no, es muy adversa muchas veces.
Hay que dejar que los niños fracasen y mostrarles alternativas. Que puedan ver cómo se recuperan, ellos y los otros, pero para transmitir eso hay que creerlo, hay que atreverse a compartir experiencias duras o difíciles, porque si mamá o papá o el profe o el cura o los tíos pudieron, entonces es posible. Aprendemos mucho más con los ejemplos de la vida real que con las palabras.
Hay que dejar que exploren y se equivoquen a veces, para que otras veces salgan vencedores. Hay que desarrollar en ellos habilidades que les permitan entrar en la selva y hacer camino al andar. Hay que dejarlos traspasar barreras, hacer maldades y pagar las consecuencias. Hay que ayudar a formar el carácter con normas morales y conductuales claras.
Lo que pasa es lo contrario. ¡Pobres padres y madres de hoy! Viven en el terror de hacerlo mal y no se dan cuenta de que su carácter y su fuerza son el mejor camino para que los hijos sufran menos o sobrepasen las malas experiencias.
Una madre viuda dijo delante de un grupo de mujeres que hablaban del tiempo de calidad con sus hijos: "Que me agradezcan que trabajo y los educo. Y además los besuqueo. Yo no tengo ni una gota de culpa". Seguro que sus hijos serán fuertes.
Son los adultos los que me asustan. Llenos de normas y muertos de miedo.
Recomiendo hacer el camino de pasar del miedo a la confianza. No solo por los niños. Por nosotros, para que nos paremos ante nuestra propia vida con sensación de haberla vivido de verdad.
Y con miedo la vida no se vive, solo se observa.