Podría también ser el título de
Laudato Si' , la encíclica de Francisco dedicada al cuidado de la naturaleza, también un texto con peso intelectual que se sostiene por sí mismo aun más allá de la fe.
Cita a Francisco de Asís en lo de "nuestra madre tierra", fusión o complementariedad de lo que comúnmente diferenciamos entre lo natural y lo humano. A contracorriente de un constructivismo extremo, Francisco reafirma que existe aquello de "la esencia de lo humano" como referencia ineludible; y que según el Génesis somos materia extraída de la tierra. Destaca asimismo la continuidad de los pronunciamientos hechos por medio siglo, aunque fue Pablo VI quien primero explicitó el adjetivo "ecológico". La preocupación de la Iglesia fue surgiendo al mismo tiempo que el tema del medio ambiente comenzó a aparecer en los debates de la política mundial en los años 60, en parte como coletazo del naciente eclipse del arrebato totalitario.
El necesario afán reproductivo y de adquisición, causa primera del dominio sobre la naturaleza, es uno de los resultados de aquello de que "comerás el pan con el sudor de tu frente" (Génesis); Francisco defiende el recto sentido de la orden bíblica de "dominar" la tierra que está en la herencia de la Creación. El hombre requiere de renunciamiento y esfuerzo, pero también alcanza el gozo creativo -cuando es sublimado por la "buena vida", que se encuentre en la búsqueda de sentido- que ello produce. Es también un ser cultural y espiritual, con una meta que difiere y hasta se encona con la anterior, pero no puede eludirla. Sí que se ha mostrado capaz en los grandes momentos de cultura y civilización -por definición, convivencia de valores inconmensurables entre sí- de colocarlos en tensión creativa.
Claro que el genio de la acción tiene la tendencia reiterativa hasta el final de los tiempos de escurrirse de la botella; se transforma en becerro de oro. Desde un comienzo existió la depredación de la naturaleza, y nuestra Isla de Pascua es un ejemplo de antes de los tiempos de la ciencia y la tecnología. Con la moderna sociedad industrial se alcanza por cierto un límite peligroso (los sistemas colectivistas lo hicieron peor que las economías de mercado).
La encíclica vincula, casi en igualdad de condiciones, a dos males: la crisis del medio ambiente y la pobreza. La economía moderna emparejada con la ciencia es quizás la única que posee los instrumentos materiales para identificar y superar la pobreza, al menos como se la entiende ahora. Cuando no lo realiza, no es necesariamente por la mala distribución de la riqueza, sino por carencia de un talento práctico de ordenación y organización, ya sea al interior de cada país o en el plano internacional. Ello no quita que, como ha dicho Jeffrey Sachs a propósito de Laudato Si' , cuando el proceso económico es abandonado a su propia lógica -como cualquier ámbito de lo humano- deviene autodestructivo e incluso contraproducente a sus propios fines.
Junto al amor y admiración por la tierra y el cielo poblado de estrellas, la encíclica constituye una invocación poderosa a que, junto a la producción y reproducción de las cosas y a la utilización de la naturaleza, la reverencia y la autolimitación ocupen un lugar en la cultura contemporánea. Se suma a un grito de pureza de hace dos décadas de Alexander Solzhenitsyn, quien, rechazando los colectivismos, reclamaba que solo podemos experimentar la verdadera satisfacción espiritual "no en poseer, sino en negarnos a poseer".
Quizás no se pueda vivir así, salvo para la santidad de anacoretas, por esencia un puñado, pero esta noción debe, sin embargo, ingresar a nuestro horizonte existencial.